HEATHER
-La tormenta-
Melbourne, Australia.
Lo primero que hago al despertar esa mañana es mirar por la ventana hacia la playa. El cielo está cubierto por un manto gris, las olas golpean la orilla con violencia y el viento sacude las palmeras como si quisiera arrancarlas de raíz. El aire mismo parece cargado de electricidad, como si la tormenta ya estuviera respirando dentro de mi casa.
Voy a la cocina, preparo café y me dejo caer en el sofá con la laptop sobre las piernas. Chateo con mi hermano mientras, en las noticias, advierten a la gente que no salga y comparten consejos para sobrellevar lo que llaman "la peor tormenta en meses".
Cuando termino mi café, cierro la laptop y me acerco al lienzo en blanco. Intento trazar líneas, pero nada fluye. El pincel tiembla entre mis dedos como si mi propia ansiedad se filtrara en él. Después de un rato, me rindo y guardo todo en el armario, ese cementerio silencioso de mis intentos fallidos.
Las horas pasan, y con ellas el clima empeora. Siento un peso extraño en el pecho. Siempre he odiado las tormentas, pero lo que se aproxima parece distinto: más feroz, más cercano.
Cuando finalmente estalla, la casa entera se estremece. Las gotas gruesas tamborilean contra las ventanas, los relámpagos cortan el cielo y cada trueno sacude mis huesos.
Me enrosco en el sofá, envuelta en una manta, tratando de distraerme con El vestido perfecto. Casi consigo sumergirme en la historia de una novia indecisa cuando, de pronto, un trueno mucho más fuerte hace vibrar las paredes. La luz se apaga de golpe, dejándome en completa oscuridad.
Mis ojos tardan en adaptarse, el corazón me late desbocado. Palpo la mesa buscando mi móvil cuando un golpe en la puerta me arranca un grito ahogado.
—¿Quién es? —mi voz tiembla a pesar de que intento sonar firme.
—Rhys Nguyen —responde una voz grave desde el otro lado.
—¿Rhys quién?
—El vecino.
Dudo unos segundos, pero termino abriendo la puerta. Una ráfaga de viento y lluvia entra conmigo. Rhys atraviesa el umbral sin esperar invitación, rozando mi hombro al pasar. Saca el móvil del bolsillo y enciende la linterna, iluminando tenuemente la sala.
—¿Necesitas algo? —pregunto, aún intentando localizar mi propio teléfono.
—Ahora mismo... una toalla —dice con total seriedad.
Voy a buscar una y se la entrego. Está empapado, el agua escurre de su cabello y moja el suelo de madera.
—El baño está al final del pasillo —indico. Él asiente y desaparece.
Un escalofrío me recorre. Me arrodillo frente a la chimenea a gas y la enciendo; la llama azulada se convierte en un refugio contra la oscuridad. Mientras preparo café, Rhys regresa con la toalla alrededor de la cintura.
—Mi ropa está inutilizable —dice, como si fuera una obviedad.
—Lo imaginé —respondo, acercándole una taza de café.
—Gracias. —Da un sorbo lento, evaluándome por encima del borde de la taza—. ¿Cómo te llamas?
—Heather.
—¿Heather qué?
—Marshall. ¿Y tú? Rhys... Nguyen, ¿cierto?
Él asiente. Después de dejar la taza en el escurridor, se queda de pie con la misma naturalidad con la que entró.
—¿Por qué estás aquí, Rhys?
—No tengo velas ni linternas en casa.
—¿Y la chimenea? Todas estas casas tienen una.
—No funciona. Nunca lo ha hecho.
—¿Y por qué no la arreglas?
—Casi nunca estoy en casa. No me preocupa.
Lo miro con cierta desconfianza, pero no digo nada. Voy a mi habitación y encuentro la ropa que mi ex dejó olvidada. Al volver, se la extiendo.
—Aquí tienes.
—¿De tu novio?
—De mi ex. Se mudó a California hace semanas.
Un destello irónico cruza sus labios. —Todo un romántico.
Se da la vuelta para ponerse los pantalones y la camiseta. Yo, sin querer, me quedo mirando. La tela se ajusta demasiado a sus hombros anchos y termina rasgándose por la espalda. Suelto una risa que rompe la tensión.
—¿Tu ex no era muy atlético, verdad?
—La verdad, no —digo, divertida.
—Estoy atrapado —protesta él, tirando de la tela sin éxito.
Me acerco a ayudarlo. Cuando mis dedos rozan su abdomen, noto que su respiración se detiene un instante. Eso me detiene a mí también. Entonces río nerviosa, tomo la tela y la rompo de un tirón.
—A la mierda. No volveré a ver a ese idiota y la camiseta ya estaba condenada.
La prenda cae al suelo como un trofeo inútil. Me siento frente a la chimenea mientras Rhys ocupa el sofá.
—¿A qué te dedicas? —pregunto.
—Soy boxeador. ¿Y tú?
—Me gradué en derecho, pero odié la carrera. Vivo de pintar y dibujar. He vendido algunas cosas, nada impresionante.
—Lo importante es que haces lo que te gusta —dice, serio pero sincero.
—Lo intento. —Lo miro de reojo—. ¿Qué edad tienes?
—Veintiocho. ¿Y tú?
—Veintiséis.
—Pareces de menos —admite.
Un relámpago ilumina la sala como un flash y, enseguida, un trueno ensordecedor me obliga a taparme los oídos y encogerme. Mis rodillas chocan contra mi pecho.
—¿Te asustan las tormentas? —su voz ahora es más suave.
—Me aterran desde que era niña —confieso.
En el silencio que sigue, solo escucho el golpeteo de la lluvia contra los cristales. Entonces me sorprendo a mí misma diciendo, casi en un susurro:
—Me alegra que estés aquí, Rhys.