Princesa
Lilith bebía el vino con la misma amargura que le bajaba por la garganta al tragarlo, aferrándose a la idea de que las náuseas eran culpa de la bebida y no de la escena frente a ella: Stephan, su esposo, con otra mujer sobre sus piernas.
Lo peor no era la visión, sino la manera en que todos lo alababan en vez de condenarlo.
Ella era la reina. La esposa. Y, sin embargo, quien se mecía entre sus brazos era Lisbeth.
¿Qué pensaría mi madre?
El pensamiento la golpeó como un eco cruel. Recordó que su primera palabra no había sido “mamá” o “papá”, sino princesa. Desde que estuvo en el vientre, su madre no tuvo otro objetivo que forjarla como heredera del reino, moldeándola para un destino del que nunca pudo escapar.
Y ahora todo ese esfuerzo, toda esa disciplina, se desmoronaba frente a un salón que celebraba su humillación.
Un largo suspiro escapó de sus labios. Su madre no le hablaba desde que la noticia del deshonor corrió por los pasillos de palacio. No era la primera vez que recibía su indiferencia, pero dolía igual.
En momentos como ese, más que nunca, extrañaba a su padre.
Su querido y amoroso padre: la única luz que había tenido en toda su vida y que le fue arrebatada años atrás, antes siquiera de casarse. Ni la acompañó al altar, ni la vio vestida de blanco…
Las memorias la asaltaron con violencia. Ella, encerrada en su cuarto del palacio, sin poder ir a casa a despedirse del cuerpo de su papi. Custodiada como una prisionera por su suegro, el entonces rey Carlo, y por su prometido, Stephan.
Había pensado que aquel hombre era un cobarde. Un muchacho obediente, dócil a los designios de su padre; un estúpido temeroso incapaz de rebelarse. Hasta que, contra todo pronóstico, fue ese mismo cobarde quien abrió la puerta de su encierro y la condujo hasta el cementerio, dándole la oportunidad de despedirse de quien más amaba.
Ahí comenzó la maldición. El amor.
Se enamoró de él por gratitud, por la compasión inesperada que le mostró en el peor día de su vida. Se convenció de que aquello bastaría. De que la ternura inicial sería suficiente para edificar un matrimonio.
Pero ahora lo veía, y entendía el engaño.
Su mirada viajó, amarga, hacia la mujer que lo ocupaba. Sus ojos verdes resplandecían bajo la luz del salón: un verde claro, brillante, más hermoso que el del propio Stephan.
El estómago volvió a revolvérsele; las náuseas subían como una ola incontenible y un sudor frío perló su frente. Estuvo a un paso de levantarse, de salir huyendo, cuando una mano grande, varonil y helada se posó en su cuello, descendiendo hasta su hombro.
La frialdad de ese toque la ancló al presente.
Le recordó que no podía quebrarse. No aún.
Lilith giró apenas el rostro y lo vio.
Aquellos ojos. Los únicos capaces de devolverle calma en medio de un mar embravecido.
Fue entonces cuando Stephan, hasta ese momento absorto en la rubia de sus piernas, desvió la mirada hacia su esposa. La contempló con cierto desconcierto: fría, de cabellos negros, ojos azules y un porte distante, como una muñeca de porcelana sin vida. El contraste con el sol que reía en sus brazos —alegre, dulce, radiante— no podía ser más evidente.
Pero algo en su interior se crispó. Stephan odiaba, por encima de todo, que alguien más lograra arrebatarle la atención de su reina. Y menos un hombre como él.
Aunque ahora era una reina altiva, de piel tersa y mirada de hielo, con los labios sellados en un silencio que le resultaba insoportable. Ya no quedaba rastro de la joven que un día le sonrió con dulzura, ilusionada con un futuro compartido.
Se preguntaba en qué momento la Lilith de sonrisa dulce había cambiado tanto.
Qué hipócrita.
Él mismo la había quebrado.
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Fue en medio de los preparativos de su boda cuando una de sus damas llegó con noticias:
— Princesa, necesitamos su presencia para los últimos detalles de su vestido. La reina Leslie también le enviará joyas muy especiales —susurró con una sonrisa emocionada—. Dicen que son reliquias de generaciones. ¡La quiere como a una hija!
La propia Leslie entró entonces, portando tres cajas. Despidió con un gesto a las demás y pidió a Lilith que se sentara a su lado.
— Estas joyas son símbolo de las reinas de este reino —explicó, mostrando los estuches—. El rojo representa a las mujeres destinadas a gobernar.
Lilith quedó deslumbrada. El anillo, los pendientes, el collar de diamantes con una piedra carmesí en el centro, el adorno de cabello… todo brillaba como si contuviera fuego. Más que las gemas, lo que le encendió el corazón fue escuchar a Leslie llamarla “hija”.
— No sé cómo podré agradecerle tantas atenciones… —dijo Lilith con una sonrisa genuina, abrazando los cofres contra su pecho.
La reina sonrió también, aunque de un modo tenso.
— Lo harás siendo una reina adecuada para mi hijo. Y una esposa… comprensible.
La palabra la atravesó como una daga. Lilith frunció el ceño, intuyendo el peso oculto detrás de aquella súplica.
— Sé lo que piensas de mi esposo y sus concubinas —continuó Leslie, con una calma dolorosa—. Espero que no creas que es simple vicio. Es una necesidad del reino, un deber.
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Editado: 23.09.2025