Sempiterno: Libro I

La reina infiel

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La primera vez que Lilith se negó a pasar la noche con el rey, Stephan enloqueció de tal manera que destruyó toda la habitación que compartían. Los espejos quedaron hechos añicos, las sillas y mesas volcadas, y los muebles, rotos en pedazos. ¡Dormir con ella era la única forma en que él lograba descansar en paz, la única manera de evitar las pesadillas que lo atormentaban! Y ahora, ella le negaba esa "cura".

Le había dado una semana completa de descanso, convencido de que con eso sería suficiente. Estaba desesperado, loco por dormir bien otra vez. Pero cuando Lilith, con voz temblorosa y ojos llenos de miedo, le pidió que ya no compartieran la cama, que cada uno ocupara su propio palacio… algo en su interior se rompió. "Estaba loca", pensó él. "¡¿Cómo se atreve?!"

Para Lilith, su solicitud era la única forma de protegerse de ese hombre que, noche tras noche, la trataba con una brutalidad insostenible. Cada toque de Stephan le resultaba una tortura. La forma en que la forzaba a situaciones que la llenaban de vergüenza, cómo la obligaba a hacer cosas que detestaba. Lo peor era siempre después, tener que limpiarse. Los rastros de sangre, los fluidos que no eran suyos… el dolor insoportable que nunca parecía desaparecer. Stephan nunca le daba tregua, ni siquiera cuando ella ya no podía soportarlo.

Desesperada, Lady Sofía le había dado la única salida posible: fingir un embarazo. Fue la única vez que el rey tuvo que detenerse. El médico tenía que revisarla y si estaba embarazada, Stephan no podía arriesgarse a dañar al bebé. Por fin, Lilith tuvo una semana de descanso, una semana de paz.

Pero la tregua duró poco. Tan pronto como el médico descartó la posibilidad de un embarazo, Stephan volvió. Ni siquiera había pasado un día completo cuando la buscó de nuevo, exigiéndole lo que él consideraba suyo. Y cuando ella se negó… su furia explotó. Los objetos volaron por la habitación, rompiéndose contra las paredes. Los gritos eran tan ensordecedores que Lilith apenas podía moverse. En ese momento, lo vio con claridad: el príncipe que había amado tanto se había convertido en un monstruo aterrador.

No tuvo otra opción. Con el corazón en un puño, Lilith pidió dormir en la habitación de la reina, en su propio palacio, lejos de él. Stephan no discutió. La dejó ir, pero con su insomnio carcomiéndolo, no podía mantenerse fiel a las promesas que una vez le había hecho. Descontrolado por la falta e sueño, acudió a la única persona que nunca le diría que no. Y así fue como, cada vez que su esposa estaba "indispuesta", aquella rubia bonita lo recibía con los brazos abiertos... y con las piernas también.

(...)

—¡Lilith!— La voz de Stephan retumbaba en los pasillos, su puño golpeando con fuerza la puerta cerrada de la habitación de la reina. Su furia y ansiedad estaban a punto de desbordarse. —¡Maldita sea, abre la puerta!—

Charles Lennox ya le había contado todo lo que había visto y escuchado la noche anterior. Después de pasar el resto de la velada con su amante, Stephan no se había dado cuenta de la ausencia de Lilith, pero al amanecer, los rumores se arremolinaban en los pasillos del palacio. "¿Es una coincidencia que el príncipe Michaelis y la reina desaparecieran juntos después de ese sorprendente regalo?" La duda, como un veneno, se fue esparciendo en su mente.

Primero había buscado al príncipe en su habitación, pero estaba vacía. Aquel silencio lo puso en alerta. Caminó con pasos rápidos hacia los aposentos de la reina, hasta que se topó con el marqués Charles, quien con visible nerviosismo, le confesó lo que había oído la noche anterior. Stephan no podía creerlo. Lilith no se atrevería a acostarse con otro hombre, menos tan descaradamente. "Es imposible," pensó, "ella me pertenece. Es mía."

—¡Abre en este instante o tiraré la puerta!— Su paciencia estaba al límite. Tenía que ver con sus propios ojos que todo era una mentira.

Dentro de la habitación, Lilith temblaba. Al despertar, lo primero que vio fue la espalda desnuda de Michaelis, su cabello rubio desordenado cayendo sobre sus hombros pero la dulce vista fue aturdida por los gritos de Stephan. El miedo la invadió por completo al pensar en lo que haría si los encontraba así. Su corazón latía con fuerza, la ansiedad la consumía. Pero entonces Michaelis se giró hacia ella, sus misteriosos ojos rojos la miraron con una calidez inesperada. En ese momento, Lilith encontró algo que no había sentido en mucho tiempo: valentía. Con él a su lado, ya no se sentía sola.

—Es la última vez que lo digo, Lilith— rugió Stephan, su mano preparada para golpear de nuevo.

Antes de que pudiera hacerlo, la puerta se abrió con suavidad. Pero no era Lilith quien aparecía frente a él. El príncipe Michaelis se asomaba, su torso desnudo, la piel manchada de un rojo intenso, el mismo color que el labial de la reina. Tenía la boca y el cuello ligeramente manchados, y su vientre bajo mostraba señales del mismo juego.

—Buenos días, su majestad—, saludó Michaelis con una sonrisa angelical, pero el brillo travieso en sus ojos revelaba su satisfacción. Su cabello estaba alborotado, y el cinturón de su pantalón apenas abrochado. Cada detalle estaba calculado, diseñado para enloquecer al rey.

Stephan sintió la sangre hervir bajo su piel, sus manos temblaron de furia, pero antes de que pudiera decir algo, Michaelis dio un paso atrás, abriendo la puerta por completo. Allí, detrás de él, Lilith se asomaba.




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