El príncipe Michaelis comenzaba a acostumbrarse a aquel reino, más pequeño que su propio imperio, pero igualmente encantador. La belleza de la reina lo embelesaba aún más, especialmente cuando paseaba por los jardines y encontraba senderos que lo llevaban al inmenso océano. Durante la noche, el mar parecía temible, pero el silencio que lo rodeaba le traía una paz que no experimentaba en su hogar.
Aquella madrugada, como tantas otras, Michaelis deambulaba sin rumbo fijo, buscando algo que despertara su interés. El viento le trajo un susurro, una melodía lejana que se transformaba en una voz cargada de tristeza. Reconoció de inmediato a la reina Lilith, cantando en la penumbra.
La canción hablaba de amor, pero la voz de Lilith destilaba una tristeza tan profunda que cada palabra parecía un eco de un corazón roto. Ella estaba sentada en la arena, con la mirada perdida en el mar, sus lágrimas confundidas con la brisa salina. Michaelis se acercó con cautela, temiendo romper aquel hechizo melancólico.
Cada nota era un lamento, cada verso un susurro ahogado. Lilith cantaba como si intentara vaciarse de un dolor que nunca desaparecía. Sus pensamientos giraban en torno a Stephan, a la posibilidad de que en ese momento sus manos recorrieran otra piel, que sus palabras dulces fueran para alguien más. La idea de Stephan acariciando el vientre de otra mujer, hablándole al hijo que jamás tendrían, la desgarraba lentamente.
Para no preocupar a Lady Sofía, Lilith se había acostumbrado a huir de su habitación, buscando consuelo en el mar. Cantaba sus penas al océano, esperando que las olas se llevaran su dolor, pero cada noche sus esperanzas naufragaban.
Cada madrugada trataba de justificar sus acciones, negándose a creer que Stephan pudiera ser tan cruel sin motivo alguno. Había cantado tanto esa noche que su garganta comenzaba a doler. Finalmente, se levantó y sacudió la arena de su vestido, preparándose para regresar a su habitación y fingir, una vez más, que todo estaba bien.
Antes de irse, alzó una mano al cielo mientras seguía entonando aquella canción de amor. Si el mar no le escuchaba, tal vez el cielo lo haría. Las lágrimas seguían cayendo por su rostro, empañando la imagen de la luna en su vista. Un suspiro tembloroso escapó de sus labios cuando, sin saber cómo, una mano cálida rozó la suya. Lilith giró lentamente, y sus ojos se encontraron con los de Michaelis. Él no dijo nada al principio, solo sostuvo su mano, compartiendo su silencio.
— No dejes de cantar —susurró el príncipe con familiaridad, tuteándola sin pensar, lo que en otro momento la habría molestado, pero su voz ronca y suave la desconcertó—. Tu voz es demasiado hermosa para perderse en el viento.
Su estómago se llenó de mariposas al escuchar su tono. Su pecho dolía, pero había algo en él, en la calidez de su mirada, que la desarmaba. Y sin entender por qué, obedeció. Cantó de nuevo, con una suavidad que parecía romperse en el aire, mientras Michaelis tarareaba cerca de su oído. Su cercanía era un bálsamo inesperado.
Como si fuera lo más natural, Michaelis deslizó un brazo alrededor de su cintura y apoyó la cabeza en su hombro cuando la canción terminó. Lilith quiso apartarse, pero sus fuerzas la traicionaron.
—Príncipe Michaelis… —murmuró, intentando deshacer el lazo que los unía.
Él solo aflojó su abrazo para girarla suavemente y mirarla a los ojos.
— No te rindas —susurró mientras besaba las lágrimas que aún corrían por sus mejillas—. Estoy aquí —murmuró con dulzura, envolviéndola de nuevo en un abrazo.
Lilith cerró los ojos, dejándose envolver. Con Michaelis, bajar la guardia era fácil, casi inevitable. Tiempo después, decidieron regresar juntos a la habitación de la reina. Michaelis, mientras la ayudaba a acomodarse en la cama, notó las ojeras marcadas en su rostro. Sabía que los pensamientos la consumirían si no hacía algo. Solo había una forma de distraerla lo suficiente como para que pudiera dormir: provocarla, inquietarla de una manera que apartara sus tormentos, aunque fuera por un rato.
Por eso insistió en dormir con ella, bajo las mismas cobijas, desafiando las habladurías. Ya los guardias los habían visto entrar juntos, y quizás aquello provocaría una reacción del rey, lo cuál sería perfecto para molestarlo.
— No lo creo, el rey evitará verme —dijo Lilith desde la cama, negándose a compartir su espacio—. Vaya a su habitación, príncipe
“No quiero seguir alimentando esto que siento”, murmuró para sí misma, luchando contra el creciente deseo que sentía por el príncipe. ¿Quién no desearía a un hombre como él? No podía permitir que aquello se transformara en amor.
—No quiero irme —respondió Michaelis, tumbándose sobre las cobijas como un niño testarudo—. No me voy a ir.
Lilith cruzó los brazos, fingiendo molestia.
—Príncipe Michaelis… estará más cómodo en su habitación.
Michaelis sonrió con picardía.
—Prefiero dormir acompañado.
—Duerma con su guardia, siempre está cerca de usted.
Michaelis arqueó una ceja, inclinándose hacia ella.
—¿Celosa, su majestad? ¿Acaso teme que prefiera la compañía de Leo Conte?
Lilith rodó los ojos, aunque una sonrisa amenazaba con asomarse.
—Ya basta, hablo en serio.
Michaelis chasqueó la lengua y se acercó aún más.
—Ven aquí —susurró mientras la jalaba hacia su lado, abrazándola con firmeza.
—Ya tengo buenas almohadas —protestó ella, señalando las suaves almohadas de plumas.
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Editado: 21.01.2025