Luego de un mes, los preparativos estaban listos: las invitaciones se habían enviado, la comida había sido probada, y los regalos y demás detalles estaban preparados. La reina eligió la enorme casa de cristal y flores para celebrar su concubinato con el príncipe Michaelis, a quien llevó tes días antes para conocerla. Le contó durante su recorrido que esa casa había sido construida para las concubinas que pasaban sus días en el palacio cuando Carlo fue el rey.
— Así que… ¿este será mi lugar de retiro cuando consigas otro? —bromeó Michaelis, con una sonrisa ladina, disfrutando de provocar a la reina.
— Por supuesto, es espacioso y cómodo —respondió Lilith con naturalidad, devolviéndole el juego. Desde aquella noche de las luciérnagas, algo se había suavizado entre ellos—. Aunque tendrás que compartirlo con otros cuando me aburra.
Michaelis fingió una ofensa exagerada, llevándose una mano al pecho.
— Deberías haber prometido que jamás me reemplazarás, reina mía.
Lilith rió suavemente.
— ¿Ups? —se encogió de hombros—. Bien, empecemos de nuevo: príncipe, jamás lo cambiaría. Usted es el único para mí. ¿Mejor?
— Mucho mejor. —Sin previo aviso, Michaelis la tomó por la cintura, atrayéndola hasta que su espalda rozó la fría pared de cristal. La miró fijamente, sus ojos brillando con intención—. Me gustaría ser tuyo de verdad.
Lilith apartó la mirada, su rostro encendido.
— Príncipe… lo siento, no estoy lista.
Michaelis sostuvo el silencio por un instante, pero luego suavizó su expresión y retrocedió.
— Está bien, su majestad.
Lilith sintió una punzada de culpa. Temía que sus rechazos constantes lo alejaran. Pero Michaelis no buscaba su cuerpo; quería que entendiera que podía decir “no” sin miedo. Y, en secreto, adoraba verla así, vulnerable.
— Es un lugar hermoso, su majestad. Me siento halagado —dijo Michaelis, tomando con suavidad la mano de Lilith entre las suyas. Ninguno de los dos hizo intento por apartarse.
— Espero que a tus padres y el emperador les guste tanto como a ti —Lilith lo miró con curiosidad, intrigada por su familia.
Michaelis sonrió, pero había algo amargo en esa sonrisa.
— Mi padre cree que soy incapaz de ser responsable. Siempre he sido el menor, el impulsivo. Por eso… quiero demostrarle que se equivoca.
Sintió la presión leve de los dedos de Lilith entrelazándose con los suyos.
— No necesitas demostrarle nada. Eres un buen hombre. Me proteges sin esperar nada a cambio.
El príncipe desvió la mirada por un segundo. No esperas nada a cambio… Un pequeño sentimiento de culpa lo invadió.
— Agradezco sus palabras, su majestad. Voy a cuidarla hasta que me pida que me detenga.
Lilith apoyó la cabeza en su hombro, cerrando los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió segura. Y Michaelis sonrió para sí. No porque ella estuviera cómoda, sino porque no permitiría que se sintiera así con nadie más.
Antes de que la reina pudiera hablar de nuevo, las puertas del salón se abrieron de golpe. El estruendo sacudió el aire, y por un momento, pareció que los delicados cristales de la sala se quebrarían.
— Explícame por qué hiciste tu banquete el mismo día que yo —rugió el rey Stephan, sus pasos resonando con fuerza mientras avanzaba, los puños cerrados con furia. Detrás de él, Lisbeth lo seguía con los ojos llorosos, aunque la rabia brillaba bajo su falsa fragilidad. Lilith volvía a humillarlo frente a ese príncipe entrometido.
Lilith se quedó inmóvil, su espalda recta, pero sus ojos azules destilaban furia contenida.
— No tenía manera de saber qué fecha escogerías. Si me lo hubieras informado, esto no habría pasado. —Su tono era gélido, pero controlado. Sin embargo, por dentro, la rabia le quemaba la garganta.
Se separó del príncipe con desdén. Ese momento, que debía ser perfecto, había sido arruinado.
Stephan avanzó un paso, pero antes de que pudiera hablar, Lisbeth alzó la voz.
— ¡Es usted la reina con el corazón más horrible que conozco! —Lisbeth chilló, la voz rota por la frustración. Sus manos temblaban al darse cuenta de que casi nadie asistiría a su reunión. Sin alianzas, sin regalos. Sin poder.
Lilith entornó los ojos, apretando los labios. La rabia subía como lava. Dio un paso adelante, pero Michaelis se adelantó ligeramente, colocándose como un escudo frente a ella.
— Le recuerdo, lady Lisbeth, que habla con su majestad la reina —su voz fue baja, pero firme. Sus dedos se cerraron alrededor de la mano de Lilith, transmitiéndole calma.
— Y usted habla con la concubina del rey —escupió Lisbeth, su desprecio goteando en cada palabra. Sin pensarlo, tomó una copa de vino y la arrojó con fuerza.
El vino salpicó el rostro de Michaelis, manchando su impecable traje. El líquido ardía en sus ojos. Michaelis se giró lentamente, limpiándose con calma. Ese gesto, sereno pero peligroso, encendió aún más la furia de Lilith.
Lilith no pensó. Avanzó hacia Lisbeth, su corazón martillando en su pecho. Sin detenerse, levantó la mano y abofeteó a Lisbeth. El golpe resonó como un disparo.
Un murmullo recorrió el salón. Los sirvientes y cortesanos que estaban cerca bajaron la mirada, otros contuvieron el aliento.
— No me importa cuánto te ame el rey ni si tienes un bebé. Sigues siendo una simple concubina. Aprende tu lugar.
Lisbeth llevó la mano a su mejilla, incapaz de sostener la mirada de Lilith. Stephan observaba, paralizado, con el rostro endurecido por la humillación pública.
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Editado: 16.04.2025