Sempiterno: Libro I

Pequeña Esperanza

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El día del banquete de presentación amaneció envuelto en un aire de expectación. Los pasillos del palacio vibraban con la energía de los preparativos finales. La mayoría de los invitados había llegado la noche anterior; solo nobles de las casas más poderosas habían sido seleccionados para asistir a tan exclusivo evento, cuyo centro de atención sería la presencia de los antiguos emperadores del Imperio Angelis, padres del príncipe Michaelis. Un encuentro de tal magnitud exigía perfección, y ningún invitado debía estar por debajo de la altura del evento. Aun así, todos sabían que nadie podría igualarse al peso de aquellos emperadores.

—¡Su majestad! —la voz agitada de Sofía resonó, entrando con pasos apresurados. Sus rizos rojizos se mecían con el movimiento, y en sus ojos brillaba una mezcla de emoción y nerviosismo—. Los padres del príncipe llegarán justo a la hora del banquete. Un guardia acaba de informarme.

Lilith levantó la vista desde la profunda bañera de mármol, donde el agua tibia y perfumada cubría su piel. Sus labios esbozaron una leve sonrisa, sutil y serena.

— Gracias, lady Sofía —murmuró, dejando que el calor del agua disipara, aunque fuera por un momento, la tensión acumulada.

El día aún era joven. Los preparativos marchaban a la perfección, y eso le permitía disfrutar de un baño caliente. Sabía que debía presentarse impecable: limpia, perfumada y deslumbrante. Todos los ojos estarían sobre ella, más aún con la llegada de los emperadores. El banquete ya acaparaba titulares en los periódicos, extendiéndose más allá de las fronteras del reino.

— Ah, también… —añadió Sofía, su tono tornándose vacilante—. Su encargo… probablemente no esté listo hasta después del banquete. Lo siento mucho, su majestad.

Lilith suspiró, pero su expresión no cambió.

— No te preocupes, Sofía. Lo pedí tarde, era de esperarse —respondió, cerrando los ojos y dejándose envolver por el reconfortante aroma del incienso que siempre elegía para ocasiones especiales.

El silencio fue interrumpido solo por el suave chapoteo del agua. Luego, con un movimiento lento, Lilith se enderezó.

— Creo que ya es hora. ¿Mi vestido está listo?

— Por supuesto. He elegido uno confeccionado con las telas finas que enviaron los padres del príncipe —la voz de Sofía adquirió un matiz de orgullo. Sus ojos se detuvieron en la reina. Esa serenidad que ahora mostraba era inusual. Sus ojos azules, normalmente tormentosos, estaban tranquilos, claros como el cielo en una mañana de invierno.

Lilith extendió la mano, y Sofía se apresuró a cubrirla con una toalla de terciopelo.

— También escogí algunas joyas de las que le regaló el príncipe —comentó, con una sonrisa pícara mientras envolvía a la reina—. Espero que no le moleste. Guardé algunas flores de los ramos anteriores… me parecieron especiales.

Un leve rubor tiñó las mejillas de Lilith, aunque evitó que la sonrisa se ensanchara. Sofía conocía sus pensamientos mejor que nadie.

— Gracias, Sofía.

Pronto, la dama comenzó a alistarla. Sus manos expertas secaron y peinaron con delicadeza el cabello oscuro de Lilith, dejándolo suelto, resaltando sus ondas naturales. El vestido seleccionado era una obra de arte: un delicado tono rosa que abrazaba su figura, adornado con encajes beige en los hombros y una falda salpicada de diminutos diamantes que capturaban la luz. La joyería de oro blanco y una corona plateada con gemas rosadas coronaban su atuendo, mientras una capa de pelaje sintético descansaba sobre sus hombros, protegiéndola del frío invernal.

Un suave perfume de canela y manzanas completó el ritual.

— Está preciosa, su majestad —susurró Sofía, embelesada por la imagen de la reina.

— Gracias, Sofía. Espero que el evento transcurra sin problemas.

Sofía asintió con entusiasmo, antes de correr a alistarse.

Lilith quedó sola por un momento, pero su mente no tardó en llenarse de dudas. Un nudo incómodo se instaló en su estómago. ¿Qué debía decirles a los emperadores? “Gracias por entregarme a su hijo como parte de un acuerdo político”… No. No podía permitirse caer en esos pensamientos.

Suspiró. Su tendencia a sobrepensar le había causado más de un dolor de cabeza en los últimos días. Las constantes migrañas y mareos la habían acompañado, como si su cuerpo reaccionara a la presión que llevaba acumulando.

Decidida a despejarse, Lilith salió de su habitación. Y entonces, como si el destino la invitara a olvidar sus inquietudes, divisó a Michaelis a lo lejos. Conversaba con Leo, su porte tan relajado como siempre. Sin pensarlo, se dirigió hacia ellos, anhelando esa ligereza que solo el príncipe lograba provocarle.

Pero no llegó lejos. Una mano firme la sujetó del antebrazo, helando su sangre.

Al girarse, sus ojos se encontraron con los de Stephan.

— ¿Ya estás contenta con todo lo que estás ocasionando? —la voz de Stephan era un susurro venenoso, pero su agarre en el brazo de Lilith era brutal, dejando una marca rojiza en su piel. Sus ojos verdes, antes fascinantes, ahora solo reflejaban ira y desdén.

Lilith lo miró fijamente, sin permitir que el dolor la hiciera retroceder. Sus propios ojos, azules y fríos como el hielo, brillaban con reproche.

— ¿Y tú? —su voz era baja pero cortante—. Fuiste tú quien tuvo una amante antes de la boda. La embarazaste. ¿Y ahora tienes el descaro de decirme que yo no puedo tener un consorte?

El golpe de sus palabras lo dejó en silencio por un instante. Stephan la observó con atención, como si intentara leer en su rostro cuánto sabía. Y ahora entendía que ella siempre lo había sabido.




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