Sempiterno: Libro I

Ecos de violencia

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El día era particularmente cálido, y la llegada de la primavera se percibía en el aire perfumado por las flores recién abiertas y en los vibrantes colores que pintaban el jardín. Lilith se encontraba sentada en una banca de mármol bajo la sombra de un roble, disfrutando de la brisa tibia. Llevaba un vestido vaporoso de tonos rosados, adornado con delicados encajes y pequeñas piedras que relucían como gotas de rocío bajo los rayos del sol. Aunque la calidez del día era reconfortante, un cansancio persistente pesaba sobre sus hombros, acompañado por los dolores de cabeza matutinos que se habían vuelto habituales.

— Debería pedirle algunas infusiones al rey, su majestad —sugirió Sofía con suavidad, agitando un abanico de encaje para refrescarla.

Lilith abrió los ojos lentamente y sonrió, aunque la fatiga se asomaba en su expresión.

— Estoy bien, Lady Sofía. Solo necesito descansar un poco —respondió, cerrando los ojos de nuevo y recostándose con delicadeza sobre el respaldo de la banca. Una suave risa escapó de sus labios al recordar los últimos días—. Han sido tiempos complicados. Me encargué de manejar las rabietas del rey desde la llegada del príncipe y todo el caos del banquete. Es lógico que el cuerpo me pase factura.

Sofía asintió con una mueca preocupada, pero decidió no insistir. Sabía que la reina odiaba sentirse vigilada o débil.

El silencio entre ambas era sereno hasta que el eco de unos tacones interrumpió la tranquilidad. Lilith entreabrió los ojos, y su mirada se endureció al reconocer a Lisbeth avanzando con paso seguro.

— Su majestad —saludó Lisbeth con una reverencia casi teatral. Su largo cabello rubio caía sobre sus hombros, brillante bajo el sol. El ajuste de su vestido blanco resaltaba el abultado vientre que comenzaba a delatar su embarazo.

— Buenos días —contestó Lilith de manera cortés, su voz carente de calidez. Había aprendido a tolerar la presencia de Lisbeth, aunque cada encuentro era una pequeña herida en su orgullo.

Lisbeth sonrió, con una dulzura tan calculada que parecía una obra bien ensayada.

— Oh, su majestad, qué hermoso luce ese vestido. Me alegra que haya sido de su agrado.

Lilith frunció el ceño, desconcertada. Su vestido, confeccionado con telas finas y piedras brillantes, era uno de los tantos que había atribuido a los obsequios del príncipe Michaelis.

— ¿De qué estás hablando? —preguntó con frialdad, su mirada fija en Lisbeth.

La concubina cubrió su sonrisa con una mano, fingiendo modestia.

— Ese vestido fue un regalo de mi parte. Pensé que sería adecuado para usted… ya sabe, no quería romper la tradición de intercambiar obsequios —dijo con suavidad, pero sus palabras llevaban veneno oculto.

El estómago de Lilith se encogió. La tela, las piedras, los detalles… encajaban perfectamente con los gustos de Michaelis, pero ahora entendía la trampa. Lisbeth había sabido exactamente cómo confundirla, cómo disfrazar su regalo como algo proveniente del príncipe.

Una oleada de humillación y rabia se apoderó de ella. Sintió que la piel del cuello le ardía.

— No sabía que te importara dicha tradición —replicó Lilith con calma contenida, aunque sus palabras destilaban desdén.

— Oh, claro que sí. Es un gesto de cortesía. Después de todo, compartimos… muchas cosas —Lisbeth acarició con sutileza su vientre, su sonrisa expandiéndose como una grieta en una máscara.

Lilith apretó los dientes, su mano se cerró en un puño sobre su regazo. Sabía que Lisbeth buscaba provocarla, y no le daría esa satisfacción.

— Lo siento, su majestad, lo escogí pensando que el príncipe Michaelis se lo había obsequiado —se disculpó Sofía, visiblemente avergonzada y con la ira contenida por la trampa que Lisbeth había tendido.

— Lady Sofía, ¿cómo pudiste confundir las finas telas de mi imperio con algo tan vulgar? —interrumpió la melodiosa voz de Michaelis, irrumpiendo con elegancia en la conversación.

El príncipe vestía un impecable traje blanco con bordados dorados que resaltaban su piel pálida y sus intensos ojos rojos, que ahora brillaban con desdén al observar el vestido. Su sola presencia llenaba el espacio, y la tensión se quebró como si el aire se hubiera vuelto más liviano.

— Aunque, pensándolo bien… —Michaelis alargó la mano y rozó con desagrado la tela del vestido, frunciendo el ceño—. La reina luce espléndida hasta con harapos. Esa es su verdadera magia.

Se acercó con sutileza, inclinándose lo suficiente para tomar el rostro de Lilith entre sus manos. Depositó un casto beso en su frente, un gesto que se había vuelto habitual desde que ella le entregó aquel anillo que nunca se quitaba. Lilith sintió cómo el simple contacto disipaba la incomodidad provocada por Lisbeth.

— Buenos días, príncipe —susurró Lilith, permitiendo que la calidez de su cercanía suavizara el mal momento.

Michaelis no respondió. Solo sonrió, satisfecho por haber marcado su territorio de forma sutil pero efectiva. Luego, giró la vista hacia Sofía.

— Lady Sofía, acompáñenos. La reina necesita un vestido apropiado —ordenó con voz firme, dirigiendo una mirada desaprobatoria hacia Lisbeth.

Lisbeth palideció, pero rápidamente recompuso su expresión, esbozando una sonrisa cargada de indignación.

— Qué grosera, su majestad —espetó Lisbeth, con la voz temblorosa de furia. Su mirada brillaba de impotencia—. Ese vestido es de los más costosos que he comprado. ¿Por qué va a quitárselo? Está en perfectas condiciones.




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