Stephan estaba en su despacho, rodeado de pilas de informes y cartas, pero el peso del trabajo nunca se comparaba con el peso que cargaba en el alma. El eco de pasos firmes lo sacó de su concentración, y al levantar la mirada, se encontró con Carlo, su padre. Entró sin ceremonia, como siempre lo hacía, con esa mezcla de satisfacción y autoridad que parecía formar parte de su esencia.
—Hijo, tengo que decir que estás manejando el reino de manera impecable. —La voz de Carlo resonó en la habitación, cada palabra bañada en una arrogancia que a Stephan siempre le resultaba asfixiante—. La gente te respeta, y pronto tu poder será indiscutible.
Stephan asintió, sus labios cerrados en una línea tensa. No deseaba prolongar la conversación, pero su silencio no era suficiente para detener a Carlo.
—Pero no es solo el reino lo que debes controlar. —El tono de su padre cambió, volviéndose más bajo, más calculador. Dio un par de pasos hacia él, su mirada escrutadora recorriendo la estancia con aprobación—. Esa concubina, Lisbeth… supiste elegir bien. Es hermosa, discreta, y con el hijo que te dará pronto, fortalecerás aún más tu posición.
Stephan sintió un nudo en el pecho. La manera en que Carlo hablaba de Lisbeth, como si no fuera más que un peón en un tablero de ajedrez, le resultaba repulsiva. Pero no lo corrigió. No se atrevía.
—Has sido sabio en elegir el momento y a la mujer correcta. Y respecto a Lilith... —Carlo bajó la voz, acercándose más, como si compartiera un secreto oscuro—. Ella solo necesita aprender su lugar. Si es necesario que la humilles frente a los demás, hazlo. Incluso un par de golpes pueden ayudar a recordarle a quién pertenece.
Las palabras golpearon a Stephan como un latigazo, trayendo consigo un aluvión de recuerdos. La infancia bajo la sombra de Carlo, los gritos de su madre, las marcas que nunca desaparecieron del todo… Cada imagen lo atravesó como un cuchillo.
—Lo sé, padre… —murmuró Stephan, intentando mantener su voz firme, pero la vacilación en sus palabras lo traicionaba.
—Bien. Esa humillación pública fue un primer paso sólido. —Carlo sonrió con esa crueldad característica que Stephan había aprendido a temer—. Las mujeres deben saber cuándo callarse, y Lilith necesitaba esa lección.
Stephan sintió un ardor en el pecho, una rabia dirigida tanto hacia su padre como hacia sí mismo. Las palabras de Carlo lo empujaban hacia un abismo que había jurado evitar, pero ya no estaba seguro de si alguna vez había salido realmente de él.
—Recuerda: no necesitas que te adore; basta con que te obedezca.
Carlo le dio una palmada en el hombro y, tras una última mirada de orgullo, salió del despacho. Stephan, en cambio, se quedó estático, un silencio opresivo llenando el cuarto. El eco de las palabras de su padre lo desorientaba, removiendo en su mente un sinfín de recuerdos. Él había aprendido a rechazar la crueldad de Carlo, a odiar la manera en que el hombre trataba a los demás… y sin embargo, aquí estaba, siguiendo sus pasos.
Un sentimiento de culpa comenzó a oprimir su pecho, el recuerdo de cada insulto y cada palabra hiriente que había lanzado a Lilith lo asfixiaba lentamente. ¿En qué momento se había convertido en la sombra de su propio padre? En algún rincón de su ser, Stephan sintió que su destino, su carácter, incluso su amor, estaban todos manchados por el mismo veneno.
Stephan se dejó caer en la silla frente a su escritorio, donde los informes de guerra, tratados de alianzas y cartas sin responder se apilaban en un desorden que reflejaba perfectamente su propia mente. El aroma a papel viejo y tinta impregnaba el aire mientras deslizaba los dedos por los bordes de los documentos, pero sus pensamientos estaban lejos de lo que tenía delante.
No importaba cuánto intentara concentrarse, la imagen de Lilith lo perseguía. Esa mirada vacía y distante que le había dirigido, como si ya no quedara nada que pudieran compartir. Había esperado ver rabia en sus ojos, una chispa que lo desafiara, que le demostrara que todavía podía llegar a ella. Pero no estaba ahí. La ausencia de esa rabia lo perturbaba más que cualquier reproche.
Sabía que la había traicionado. No solo como esposa y reina, sino como la persona que durante años había estado a su lado, soportando la carga de un matrimonio sin amor, sin quejarse abiertamente. El eco de sus propias acciones retumbaba en su mente, recordándole que cada vez que humillaba o apartaba a Lilith, era un paso más hacia un abismo que no sabía cómo evitar.
Y luego estaba Lisbeth.
La figura de su concubina apareció en su mente, con sus ojos llenos de ternura y ese afecto incondicional que parecía envolverlo cada vez que estaba cerca. Stephan nunca había pensado que desarrollaría sentimientos hacia ella, pero lo había hecho. Cada momento que pasaba con Lisbeth, hablando del bebé que llevaban en camino, lo llenaba de una calidez que creía inalcanzable. El pensamiento de su hijo creciendo dentro de ella despertaba una emoción que no podía ignorar, un destello de alegría que contrastaba brutalmente con el peso de su culpa.
Y, sin embargo, esa sensación de satisfacción se entrelazaba con algo más oscuro. Una amargura constante que lo carcomía desde dentro, una pregunta persistente que no podía silenciar: ¿Por qué esto no me basta?
Stephan se llevó una mano a la cabeza, presionando sus sienes como si eso pudiera aliviar la presión constante en su mente. Se había prometido que no sería como su padre. No repetiría sus errores, no sería ese hombre que traicionaba a su esposa por el egoísmo de su propia satisfacción. Pero aquí estaba, atrapado en el mismo ciclo.
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Editado: 21.01.2025