Sempiterno: Libro I

Reflejos

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Lisbeth se recostó sobre la suave colcha de satén que cubría su nueva cama, dejando escapar un suspiro satisfecho. La habitación recién asignada era un reflejo de su estatus: grande, lujosa, decorada con tonos cálidos y detalles dorados que parecían iluminarla incluso sin la luz del sol. Pero no estaba en el palacio del rey Stephan. No. Su lugar, al menos por ahora, era en el palacio de la reina Lilith.

Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro mientras sus dedos jugueteaban con el borde de la colcha. Stephan había tomado esta decisión rápidamente después de aquel día en que descubrió que Michaelis se había acostado con la reina, y era ahora, su consorte. Stephan no le había dicho nada al respecto, pero Lisbeth conocía a su rey. No amaba a Lilith, pero detestaba que alguien tocara lo que alguna vez demostró suyo. Esa mezcla de celos y orgullo herido había sido suficiente para desquitarse con ella, aunque lo disfrazara de un gesto generoso al asignarle una habitación en la corte de la reina.

Lisbeth no se preocupaba. Sabía que Stephan la amaba, de verdad. A su manera. La forma en que sus ojos se suavizaban cuando la veía, la manera en que sus manos buscaban las suyas en los momentos más íntimos… todo eso era real. Pero también era consciente de que ese amor, aunque apasionado, no era suficiente. Stephan era un hombre que necesitaba razones concretas para mantener a alguien en su vida, y Lisbeth había encontrado la mejor de todas.

—Este bebé... —murmuró, viendo su vientre apenas abultado. Su voz sonaba casi reverente, pero la chispa en su mirada la delataba—. Será mi pase de entrada para recuperar lo que me arrebataron.

Saboreó esas palabras mientras sentía el calor de su mano a través del vestido que usaba. Amaba la idea de ser madre, de concebir una vida, de tener algo que verdaderamente fuera suyo. Pero este primer hijo no era solo un regalo del cielo; Era un arma, su mejor estrategia. Stephan la amaba ahora, pero los hombres eran volubles, y ella no podía arriesgarse a depender únicamente de emociones tan caprichosas. Un heredero, especialmente un varón, sellaría su lugar en la corte y la convertiría en indispensable para el reino.

Se sentó lentamente, mirando por la ventana que daba a los jardines del palacio de la reina. A lo lejos, alcanzó a ver la silueta de Lilith caminando junto a Michaelis, ambos enfrascados en lo que parecía una conversación animada. Lilith llevaba uno de sus vestidos lujosos e incluso desde la distancia, su elegancia natural resaltaba. Lisbeth frunció los labios al verla.

La reina Lilith era un obstáculo, una sombra constante que no podía ignorar. Stephan no podía amarla, pero su matrimonio seguía siendo un lazo político demasiado importante como para romperse fácilmente. Sin embargo, los rumores persistían. Decían que Lilith era estéril, que por mucho que intentara, jamás le daría un heredero al reino. Lisbeth rezaba porque esos rumores fueran ciertos. Si ella lograba traer al mundo un hijo varón, se aseguraría de que Stephan la necesitara más que a cualquiera.

—Será perfecto —se dijo a sí misma, apretando suavemente su vientre.

La búsqueda de ese embarazo había sido calculada. Había esperado el momento exacto, manipulando cada detalle para asegurarse de que sucediera. Recordó las noches en las que había convencido a Stephan de quedarse con ella más tiempo del necesario, las caricias intencionadas, las palabras dulces que susurraba al oído para mantener bajo su hechizo. Y ahora, lo había conseguido.

Un golpe suave en la puerta la sacó de sus pensamientos.

—Adelante —respondió, componiendo una expresión serena mientras ajustaba su vestido.

Una sirvienta entró con una bandeja de té y un par de pastelillos. Lisbeth agradeció con un gesto y esperó a que se retirara antes de tomar la taza en sus manos. El aroma a jazmín la reconfortó, aunque su mente seguía trabajando a toda velocidad.

—Con Michaelis en este palacio, me será más fácil fracturar la relación de Lilith y Stpehan —murmuró para sí misma, su tono frío y calculador—, ella cree que ha ganado, sin saber que por un hombre puede perderlo todo.

Lisbeth aspiró profundamente, dejando que el aire llenara sus pulmones antes de mirar su reflejo en el espejo. La mujer que vio frente a ella la complació: hermosa, impecable, la viva imagen de alguien que sabía lo que quería y estaba dispuesta a conseguirlo a cualquier precio. Igual que su madre.

El recuerdo llegó como un golpe inesperado. Ella, con apenas quince años, había comenzado a desarrollarse de una manera que llamaba la atención de todos. Sus curvas eran delicadas, su cintura definida y sus senos firmes, grandes. Su madre lo había notado primero, y con un brillo calculador en los ojos, vio en ella no a una hija, sino una oportunidad.

—Con este cuerpo es seguro que consigas al rey Stephan —dijo su madre mientras ajustaba un vestido que realzaba su figura juvenil y sobretodo su escote. Su voz era firme, sin espacio para dudas o emociones—. Asegúrate de seducirlo siempre que puedas, ¿entendido?

Lisbeth asintió, más por hábito que por convicción. Era lo que se esperaba de ella: obediencia. Su madre, siempre meticulosa, le enseñó a caminar con gracia, a hablar con dulzura y a sostener la mirada justo el tiempo suficiente para provocar interés sin parecer demasiado evidente. Eran lecciones que ninguna niña debería aprender tan joven, pero Lisbeth lo hizo.

Esa noche, mientras practicaba una y otra vez frente al espejo, su padre entró tambaleándose en la habitación. El olor a whisky llenó el aire antes de que su voz, áspera y cargada de desprecio, rompiera el silencio.




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