Sempiterno: Libro I

Venganza

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Al atardecer, la servidumbre se movía con prisa, empacando lo necesario. Se irían esa misma noche. El retraso de dos días era un riesgo, y cualquier demora adicional podría desatar la ira del rey. Ignoraron las casas de descanso en el camino, avanzando directo hacia el corazón del reino. El plan debía ponerse en marcha cuanto antes.

El regreso fue agotador. Los cuerpos dolían, la fatiga se reflejaba en cada rostro. Todos se precipitaron a descansar, menos Lilith.

Ella no podía permitirse ese lujo.

Se "escabulló" de la vigilancia de Michaelis. Sabía exactamente dónde estaría el rey a esa hora. Cada paso que daba hacia la oficina de Stephan aumentaba la presión en su pecho. El pasillo estaba silencioso, pesado, como si las paredes la observaran.

Sin llamar, abrió la puerta.

—Su majestad. —Su voz fue firme, pero su cuerpo se tensó al cruzar el umbral.

Ahí estaba Stephan, sentado en su gran sillón de cuero, con Lisbeth acomodada con descaro en sus piernas. Sus dedos jugaban distraídamente con los botones de su camisa. La escena era una imagen perfecta de poder y burla.

Lilith frunció el ceño, conteniendo la punzada de rabia que subía por su garganta.

—Quisiera hablar solo con usted.

Lisbeth giró el rostro hacia ella, sonriendo con esa arrogancia que tanto la irritaba.

—Bienvenida, su majestad. —La voz de Lisbeth goteaba veneno disfrazado de cortesía—. ¿Cómo estuvo su viaje…? ¿Al imperio, quizás?

El desdén en su tono era tan obvio que dolía. Lilith sintió la sangre hervir, pero mantuvo la compostura. No le daría el gusto.

—No hay de qué preocuparse, reina. —La voz de Stephan era suave, pero cargada de una amenaza latente. Deslizó lentamente a Lisbeth de sus piernas como si se deshiciera de un abrigo molesto—. Solo nosotros sabemos que te ausentaste. Aún.

Lilith tragó saliva. ¿"Aún"? Esa palabra pesó más que cualquier amenaza directa.

Stephan se levantó con elegancia, caminando hacia ella. Sus pasos eran lentos, calculados. Como un depredador estudiando a su presa.

Extendió la mano hacia su rostro.

Lilith retrocedió instintivamente, esquivando su toque. El aire se tensó.

—No estuve en el imperio. —Su voz era firme, como una espada desenvainada—. El príncipe tiene una casa de descanso fuera del reino.

Un destello de irritación cruzó los ojos de Stephan, pero su sonrisa no se rompió.

—¿Descansaste bien? —preguntó, avanzando un paso más.
Su cercanía era sofocante.
—¿O te cansó más lo que hiciste allá?

Lisbeth, de pie al fondo, observaba la escena con creciente incomodidad. Sus brazos cruzados sobre el pecho, sus labios apretados. Sabía que, aunque Stephan no amara a Lilith, el título de reina siempre la colocaba un paso por encima de ella.

Entonces, Stephan ladeó la cabeza, evaluando a Lilith con una expresión casi... indulgente.

—Puede que te conviertas en la primera emperatriz de Viechny en menos de un año. —Su mano se alzó de nuevo, pero esta vez acarició su mejilla con una suavidad desconcertante—. Todos te respetarán, en cuanto tengamos un hijo. Todo volverá a la normalidad.

Sus palabras cayeron como un peso muerto entre ellos.

Lilith lo miró fijamente. No había sorpresa en sus ojos, solo un desprecio helado que se clavó en el corazón de Stephan.

Él esperaba admiración. Gratitud, incluso. Pero Lilith ya no era esa mujer.

— No creo que sea buena idea, su majestad. —La voz de Lilith fue suave, casi dulce, mientras sus dedos recorrían el brazo de Stephan con una caricia calculada. No era un gesto de afecto sincero, sino una jugada meticulosamente pensada.
— Debe cuidar bien de su primogénito y seguir pensando en cómo convertirnos en imperio. —Su tono se mantuvo sereno, pero cada palabra estaba impregnada de veneno. Lilith disfrutaba viendo la chispa de furia encenderse en los ojos de Lisbeth.
— Después de todo, una guerra contra Angelis no dejará espacio para procrear un bebé.

La tensión se apoderó de la habitación. Stephan se tensó, su mirada se endureció como si intentara descifrar un enigma. Dio un paso atrás, evaluando a Lilith, buscando confirmación en Lisbeth, quien lucía igual de desconcertada.

— ¿Cómo lo sabes? —La voz de Stephan se tornó afilada, cargada de desconfianza.

Lilith sonrió. Una sonrisa fría y afilada.

— Mi madre… —dejó caer la palabra con lentitud, disfrutando del efecto que causaba—. Carlo le ha contado todo, y ella me lo ha contado a mí. —Se encogió de hombros con aparente indiferencia—.

Un destello de nerviosismo cruzó el rostro de Stephan. Esa seguridad con la que hablaba Lilith le provocó un vacío en el estómago. No sabía si era la verdad o si estaba jugando con él.
Lilith lo miró con calma, como si tuviera el control absoluto de la situación.

— ¿Se lo dirás al príncipe? —la voz de Stephan fue un susurro venenoso. Lilith negó lentamente con la cabeza, pero su sonrisa no desapareció.

— ¿Y cómo es que tu madre sabe eso? —insistió, cada palabra más cargada de sospecha.

Lilith entrecerró los ojos, inclinándose apenas hacia adelante, como si compartiera un secreto.

— Cuando mi madre me visitó, me hizo cuestionarme algo que nunca había considerado. —Giró la cabeza hacia Lisbeth, pero su expresión ya no era de desprecio, sino de… ¿compasión? Una compasión desconcertante.
— Tú podrías tener a la mujer que amas aquí. Para siempre.

Lisbeth sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su expresión altiva se quebró. No entendía aquel repentino cambio de tono. Lilith nunca le había dirigido palabras que no fueran hirientes. ¿Era una trampa?




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