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Anto siempre sintió cosas…
Solo que no sabía que eso también era un don.
Desde chica, cada vez que alguien pasaba cerca, algo dentro suyo reaccionaba.
Un nudo en el estómago. Un calor. Un malestar inexplicable.
Pero no lo asociaba a nada, hasta que se dio cuenta:
Era energía.
Y su cuerpo la leía.
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No hacía falta que alguien hablara.
Si esa persona traía una carga pesada o una vibración baja, ella lo sentía al instante.
Como si su campo se agitara.
Como si su alma la empujara a alejarse, aunque no supiera por qué.
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También había algo con la intuición.
Anto lo decía, y después pasaba.
Lo presentía, y terminaba siendo real.
A veces eran cosas simples, otras veces sueños.
Soñaba con algo, y días o semanas después,
todo ocurría exactamente igual.
Al principio lo tomaba como casualidad.
Pero con el tiempo, las señales se repitieron tanto que dejó de dudar.
Ya no era raro.
Ya no era coincidencia.
Era conexión.
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Lo más fuerte era cuando tenía un mal presentimiento.
No podía explicarlo.
Solo lo sentía, como un eco en el pecho.
Y aunque nadie más lo notara, ella ya sabía:
algo iba a pasar.
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Ahora, después de todo lo vivido,
Anto ya no lo callaba.
Ya no lo negaba.
Ella podía sentir la energía de las personas.
Siempre pudo.
Solo que no lo sabía.
Y eso, más que un don,
era una responsabilidad.
Una vez más, su cuaderno la escuchó esa noche.
Y ella escribió:
> “No estoy aprendiendo nada nuevo.
Solo estoy recordando lo que el alma siempre supo.”