Prefacio
“La canción se llama «Mr.Brightside» porque él se considera un optimista y trata de verle el ´lado bueno´ de las cosas. «Brightside» significa literalmente «lado brillante», pero una traducción más acertada del título sería «Sr. Optimista»” -Wikipedia.
“Todas las emociones en la canción son reales. Cuando escribí la letra, mis heridas aún estaban frescas. «Mr. Brightside», en realidad soy yo; creo que esa es la razón por lo cual la canción ha perdurado: porque es real” -Brandon Flowers, vocalista de The Killers, para NME en 2012
Capítulo 1
El novio llavero
—El tiempo pasa, ¿sabes? Y a veces eso está bien. Solamente tienes que ser optimista.
O eso le había dicho su buen amigo “Manchester” aquel primer de enero, antes de que una pandemia se les viniera encima.
La llegada de la nueva década había sido algo demasiado esperado durante los últimos años, donde llamaban la fortuna al pueblo de Santa Inés tanto en sus cultivos como el trabajo agrícola de exportación. Se proyectaba un buen augurio que ni la presencia de la pandemia podía delimitarlos, en especial cuando no podían ser apartados de lo anticuado.
Los vecinos de Santa Inés continuaban prefiriendo la televisión por antena que por vía satélite, y el gobierno del país aun tenía como proyecto instalar alguna antena que beneficiara al escasos servicio de internet para el uso del teléfono celular. Las noticias aun eran contadas por el periódico local El Estafado, o por los propios comentarios entre vecinos durante las juntas de encuentros entre agrupaciones formales de adultos mayores, clubes de rayuelas, centro de madres, o la misma Escuela.
Los lugares de reunión eran los mismos que desde hace veinte años atrás, con la presencia de más cafeterías abiertas que a ciertas horas se convertían en bares que impedían el paso a los menores de edad; ese desplazamiento solo los guiaba a participar en las actividades del Cine, que contaba con arcades y películas en exposición que rompían la taquilla, o a la expectante espera de la nueva Galería Comercial, o los juegos y canchas al aire libre que portaba consigo la gran y frondosa Alameda.
Los murmullos y conversaciones eran amigables, y las melodías recorrían las calles. Aun cuando era bastante silencioso en su calma, era complejo considerarlos un pueblo real cuando dejaban de existir tan pronto como se ingresaba a los bosques.
Eugenio se encontraba ahí, en aquel puente endeble de madera que fue remodelado unos años atrás por estudiantes de la Escuela. Escuchaba en su mp3 un disco recomendado del grupo Simple Plan, sin importar que sus pensamientos se escapasen a través del humo de su cigarro.
Era consciente del mal vicio. Sin embargo, en la sociedad donde la juventud se dividía en aquellos que querían cambiar el futuro, y en aquellos que no estimaban a tener uno, Eugenio se catalogó de forma forzosa en la segunda estancia. Y aunque su padre lo regañase por sus dientes tintados, se decepcionaba a que su padre le preocupase más su laburo de dentista antes que sus propios pulmones.
Lo bueno de encontrarse en aquel puente que se bautizó El Puente de los Maricones, era la presencia del riachuelo que cargaba un poco de agua. ¿Qué mes era? ¿Septiembre? Faltaba tres meses para acabar con el décimo grado, sin sentirse acomplejado por aquello pero lo suficientemente pesado por el ambiente formado alrededor de eso; además, ya era septiembre, la gente ya debió de saber que a Eugenio le gustaba la soledad. En consecuencia, los murmullos de un lado le captaron atención, y aunque superficialmente no lo demostrara, su interior se removió con incomodidad.
«Alguien se ríe de mí —asumió Eugenio—. No tengo ganas de pelear con…»
Su pensamiento se perdió para cuando se giró, en las ganas de encarar aquellas carcajadas que le siguió. Desde hace seis meses (y tres semanas, exactamente) le detectaron alopecia, lo que hizo a Eugenio tomar la drástica decisión de rapar todo su cabello. Las burlas fueron tan recurrentes como el acoso que sufría desde el pasado que se convirtió en un factor más para ignorar al resto, solo para divisar la presencia de dos chicos de su generación en el otro lado del parapeto.
—… Ah, volvieron a rayarlo. ¿Traes tu celular?
—No, perdón. ¿Para qué?
—Así le sacaba una foto y lo mostraba al Presidente en la próxima reunión de Centro de Estudiantes. Una lástima que pasara esto.
—Bueno, la gente no tiene respeto por los parapetos.
—¿Para-qué?
—Parapetos- esto, todo esto es un parapeto.
Era una pareja. Chico y chica. El chico hizo alusión con sus manos en todo aquel espacio endeble de madera que fue intervenido artísticamente hace unos años atrás, por el doceavo grado de ese tiempo. Eugenio recordaba ese momento; él tenía quince años, y un pequeño grupo de chicos había realizado una pintura en el parapeto de madera en honor a… ¿Cómo se llamaba? Bah, y decía acordarse de él.
¡Héctor! ¡El loco Héctor! Ah, cierto, que por una razón bautizaron aquel lugar como el Puente de los Maricones.
Antes de querer felicitarse por el complejo pensamiento, la pareja se fijó en Eugenio. La chica era reconocible, claro, con el sol que rebotaba en su artificial cabello rubio y con su jardinera enganchada sobre sus hombros: María Jesús Hidalgo. Compañera de clase desde el inicio del décimo grado, compañera de generación, y un icono clásico dentro de sus compañeros al ser la representante generacional en el Centro de Estudiantes.