Señor Optimista

2. La economía de los pobres

Capítulo 2

La economía de los pobres

Joaquín era asmático.

Constantemente, cuando su pecho presionaba y no sentía el aire, jalaba del gatillo de su inhalador para sentirse mejor. Su madre le tenía estrictamente prohibido hacer algún deporte físico, y para las clases de educación física, él tomaba respiros un poco más largos que el resto. Además, debía de mantener en control sus emociones: cuando el estrés lo atacaba, era más propenso a la bradicardia.

Y ese dato era absolutamente irrelevante para sus amigos.

Por un lado, tenía a María Jesús, quien conversaba con sus amigas mientras compartían un cigarro eléctrico que emanaba una tóxica esencia a naranja. Por otra parte, Alen, Nacho y Bryan fumaban sin compasión junto a él.

Se encontraban en las gradas de la cancha polideportiva de Santa Inés, en el exterior, construida hace un par de años en la mitad de la extensa Alameda; veían un partido de fútbol improvisado entre chicos de la escuela. Mientras, viernes después de clases, Joaquín intentaba pasar algo de tiempo fuera de su casa solo para que la ansiedad de irse se hiciera presente para poder estudiar.

—Jesús… —susurró a su novia con suavidad, pero ella simplemente alzó su mano para escuchar la absurda historia que su amiga le contaba—, oye-

María Jesús no prestó atención, exasperándolo. Llevaban tres meses de relación, y aun así sentía que ella lo trataba como aquel amigo con el que habló durante las vacaciones de invierno del año pasado. Sin embargo, Joaquín sabía que tampoco podía exigir mucho; él era consciente de no hacer un gran esfuerzo para cuidar su relación.

Ni él supo cuando comenzó todo, solo recordaba haber visto a una chica por el pasillo junto a sus amigas, el año pasado, y de repente su amigo Nacho profesó el amor hacia una de ellas (Thalía Uribe, específicamente) y, bajo un falso plan que Alen creó para que Nacho la conquistara en un plazo de treinta meses, terminó por hacerse realidad. De alguna u otra forma, los dos grupos colisionaron.

A Joaquín le gustaba María Jesús, obviamente. Cuando la invitó a salir por primera vez, las últimas semanas de junio, él nunca esperó que ella aceptara no solo la salida, sino que sería el inicio de aquella relación formal que, de forma paulatina, enseñó a que se conocieran. Su madre estuvo completamente encantada de que su hijo de diecisiete años tuviese de novia una chica tan linda y dedicada como lo era María Jesús- de rostro elegante y alegre, con ojos grandes y cafés completamente hipnotizantes.

Su cabello era rubio, y para las veces que Joaquín veía a María Jesús tintarse el cabello con crayones de colores cuando estaba aburrida, era un recuerdo de lo fantástica que era y de por qué le gustaba. También le gustaba que ella oliese a diversas velas porque le agradaban los olores frutales, y a pesar de que lo mareasen un poco, era reconfortante llegar a casa con el olor a ella impregnada en su polerón. También le gustaban salir, porque ella siempre compraba regalos para la madre de Joaquín. Y, sobre todas las cosas, le gustaba cuando María Jesús era amable con la gente.

No obstante, como todas las personas, ella tenía un defecto que lo hacía sentirse culpable:

María Jesús no gustaba de Joaquín.

Por más besos que ella le diese, tomadas de manos o insistencias románticas clichés que ella pedía recrear con él, no era más que acciones vacías. Él no podía entender cómo una chica como ella gustaría de alguien como él.

Porque, ¿qué era lo que María Jesús encontraba en Joaquín?

—Debo irme —avisó él, mientras se levantaba de las gradas.

—¡Oye! ¡íbamos ir con Ñora Nora! —alegó Nacho.

—¿Tan pronto? —María Jesús dejó de prestar atención a la historia de su amiga para mirar a Joaquín, y hacerle un puchero—. ¿Por qué?

—Tengo que estudiar —contestó—. ¿Vienes conmigo?

María Jesús pareció indecisa, hasta que le sonrió. —En un rato me iré. Te llamo cuando llegue.

Joaquín se inclinó para darle un corto beso en la boca; el resto del grupo hizo un burlesco ruido que le hizo sonrojarse hasta el cuello. Se terminó por despedir con un sutil saludo al resto y se largó. Sacó del bolsillo de su polerón las pequeñas tarjetas de estudio anilladas en una esquina y, con su habilidad y voto de fe por el resto de la gente de Santa Inés, se fue estudiando para la casa.

Cuando comenzó su relación con María Jesús, su madre le había hecho unas estrictas reglas de cómo ser un buen novio; punto para ella, en realidad, porque él no tenía idea de cómo serlo. Siempre calcaba en lo caballeroso que debía de ser, y lo correspondiente a todas las demandas de ella sin ni siquiera vacilar a sus pedidos.

Joaquín solo tenía diecisiete, y su madre le recordaba lo hombre que debía de ser; lo hacía tantas veces que lo intoxicaba de la misma manera que el humo de las esencias de naranja con nicotina que María Jesús fumaba.

«Oh, dios —pensó con asco, con la sensación en sus papilas gustativas—. Debo comer algo».

El cigarro le generaba asco, y aumentaba sus niveles cuando este quedaba en sus fosas nasales y garganta. Para despegarse, decidió pasar en el pequeño supermercado para poder comprar algo antes de llegar a casa. De todas formas, aun le quedaba un poco de dinero de su mesada.




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