Señor Optimista

Sócrates y Platón meriendan naranjas

«Érase una vez, un pueblo solitario ubicado en el medio del llamo y de los bosques, nombrado Santa Inés, en donde sus calles eran silenciosas con casas abusivamente ruidosas; donde había bares, salones para bailar y un polideportivo; donde los jóvenes estudiaban en la misma escuela y algunos trabajaban de temporeros para conseguir dinero; donde la Escuela de Santa Inés era tan popular entre los demás pueblos por su estrategia curricular para prevenir la deserción. Un pueblo donde todos los Santos (gentilicio de mi tierra) han de llegar a ubicarse, sabiendo de alguna u otra manera que todos se encontrarían».

»Por consecuencia, todos los Santos se enteraron de que yo, Eugenio Álvarez, salió sangrando de la casa de Joaquín… ni siquiera me sé su apellido».

—¿Por qué todos me miran? —susurró Eugenio a Quiroga desde el suelo. Quiroga se encontraba limpiando el latón de la puerta del casillero rayado con un pene, mientras que Eugenio leía el periódico local El Estafado—. Sus pensamientos irritantes no me dejan ver la cartelera de cine.

—¿Algo interesante? —consultó Quiroga.

—Retransmisión de un concierto de Pink Floyd para este viernes a las ocho.

—No me gusta Pink Floyd.

—A Manchester le gusta.

—¿Y a mí qué mierda?

—¿No que le íbamos a celebrar el cumpleaños?

Quiroga terminó por limpiar su casillero, abrió la puerta y guardó todo antes de cerrarla de golpe. Al darse vuelta, notó la mirada de dos chicas dirigidas hacia Eugenio, pero rápidamente pasaron al notar a Quiroga.

—Siguen mirándome —continuó Eugenio.

—No es novedad. —Quiroga se sentó a su lado, en el suelo.

—Joaquín me dijo que la gente tiende a mirarme…

—¿Cómo no? Eres un cliché andante —Quiroga le miró, con una falsa sorpresa—. ¿Desde cuándo tan consciente de ti mismo?

En el Pasillo Principal se encontraban unos chicos apoyados en sus propios casilleros, mirando de reojo a Eugenio y cuchicheando entre ellos. A Eugenio le gustaba ser el centro de atención, razón primordial por la que era vocalista, pero que apuntasen de forma tan indiscriminada su largo brazo dañado le era un poco intimidante.

Quien no era tímida para preguntar fue María Jesús Hidalgo, quien se hincó frente a los dos.

—Así que, ¿te cortaste? —preguntó, burlona.

Quiroga le arrancó el periódico a Eugenio de las manos para esconderse detrás de las hojas. Eugenio, por otra parte, tuvo que procesar de que ella estaba, efectivamente, hablándole a él.

—Parece que te enteraste… —murmuró mientras alzaba su brazo. Era jodido que el calentamiento global hiciera calurosa las mañanas de septiembre.

—Joaco me contó cuando me fue a buscar esta mañana. Eres de la mala suerte, ¿no te parece?

El calor se expandió por las orejas de Eugenio, tan intimidado por los ojos cafés de María Jesús que podían resultarle hasta encantadores, decorados por un sutil delineado que lograba pasar desapercibido no solo de las intenciones que otorgaba, pero también oculta al resto. Razón por la que no la regañaban por llevar maquillaje como también Eugenio no podía definir si es que ella gustaba de él o no.

—Único en su clase —continuó Eugenio. Podía notar las miradas del resto, y no sabía si era una realización ante las palabras de Joaquín en la noche anterior, o simplemente perdió la cabeza.

—¿Estudiaron algo?

—Sí, lo logramos —«Aunque no tanto como esperaba, y moriré de la vergüenza si es que Joaquín le contó»—. ¿Y tú? Era denso.

—Giovanna es aplicada para estas cosas, y una buena profesora —dijo. Eugenio no tenía idea de quién era ella.

Quiroga seguía al lado de ellos, e intentaba ocultar su presencia lo más que podía de María Jesús. Eugenio no quería que lo dejara solo.

—Quiro-

—Oh, mira la hora. —Quiroga se levantó del suelo y dobló el periódico bajo su brazo—. Creo que- sí, adiós.

Eugenio quedó ofendido- es decir, ¿quién se creía él? Quiroga era el hombre menos leal que alguna vez conoció. Seguro estaba en sus genes.

María Jesús lanzó una pequeña risa ante eso. —No le agradas demasiado.

—Para nada. Es un cobarde que escapa.

—¿Y de qué escapa?

De nuevo, él visualizó el delineado café en sus ojos. María Jesús era de sostener la mirada, tan segura de sí misma que lucía buscar en Eugenio algún rastro que él todavía no conocía, lo que le producía un incomprendido miedo de ser observado.

La imagen de Joaquín se posó en su cabeza. Eugenio desvió la mirada.

—¿Y tu novio? —preguntó él.

—Estudia. Se acercan los examenes.

—Los- ¿los de diciembre? —Ella asintió—. ¿Por qué tan pronto? —Hasta hace no mucho estaban quitando la decoración de las fiestas patrias de septiembre.

—Quiere ver si logra el otro año entrar al salón avanzado —contó, antes de agregar—: desde que lo conozco que ha intentado entrar. Quiso para este año, pero lo rechazaron. No logra cumplir con los requisitos.




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