Joaquín corrió con suerte porque despertó con más fatiga que con náuseas, y que la única razón por la que recordó que estaba en tierra era por la necesidad de comer. No obstante, el mero pensamiento del despertar le hizo preguntarse:
«¿Por qué demonios desperté?»
Se sentó con rapidez en aquel incómodo sofá para ver hacia su lado: el portón de un garaje, abierto por completo, con el cielo nublado de ese día tintado con un fuerte naranja que significaba el atardecer. Soltó un suspiro de miedo antes de desviar su atención hacia el interior del garaje, el que reconoció como la casa de Eugenio, con la vista de siete callados chicos observándolo.
«Me metí en una secta».
De pronto, el chico que usaba las piernas de Joaquín como soporte de sus croqueras gritó: —¡El muerto sigue vivo!
La mera exclamación hizo a Joaquín cerrar los ojos; su cabeza era azotada por una ola de metal y un fuerte chirrido que lo descolocó por completo. Con torpeza, Joaquín preguntó qué pasaba, con un sonido tan tímido y rasposo que le hizo pensar que estaba completamente atormentado.
«Espera, ¿y si me secuestraron mientras estaba drogado, y ahora se quieren vengar de los chicos?». Tal vez lo crucificarían o lo entregarían de sacrificio para que el equipo de fútbol dejase de molestarlo. ¿Quién sabe?
Pero el pensamiento fugaz rápidamente fue deshecho cuando vio aquel que apodaban «Gringo» sonreírle tanto que sus mejillas se rellenaban. Y Eugenio se encontraba ahí, también; no era devoto de su confianza, pero no creía que algo malo pasaría si él estaba ahí, ¿no?
—Estabas drogado —Quiroga acusó enseguida—. Me pediste que te trajera. Y vomitaste en mis ‘tillas.
Los colores de la vergüenza subieron al rostro de Joaquín, tanto que su piel morena tintada fue expuesto como punto de burla por el resto del grupo. Joaquín debió pasar una mano por su mejilla solo para comprobar el calor y, apocado, se sentó en el sofá.
Manchester tomó el mando de la situación, y se levantó de su escritorio para ir junto a él para examinarlo con cuidado. Tanto Joaquín como el resto del grupo aguantaron su respiración para dejar que Manchester lo escaneara tranquilo, quien, a primera instancia, Joaquín lo encontró intimidante. Un muchacho grande, quizá uno de los más altos de la escuela, y de hombros y caderas anchas. Su piel era bastante blanca, distinguido por el apodo Manchester que Joaquín apostaba que el sujeto era británico, y de un frondoso y rizado cabello rubio. Que lo viera con los pequeños ojos cafés le hizo sentir que los colores no lo abandonaban.
—¿Te sientes fatigado? —Manchester preguntó finalmente, luego de que una lata de coca cola se estrellase con el latón de la casa. Joaquín asintió—. Tuviste un muy mal viaje, ¿eh? Comerás algo. Seba, tráele comedia.
—¿Eh? —llamó Sebastián, ofendido—. ¿Y de dónde demonios quieres que le saque comida? Estamos pobres.
—Debemos tener un maruchán por ahí.
—Quedan los de queso- nadie se los come.
—Me gustan los de queso —dijo Joaquín, incómodo por generar molestia—. Soy vegetariano.
Sebastián quiso protestar, pero la severa mirada de Manchester hizo que se callase y entrara a casa de Eugenio. Por otro lado, Quiroga tomó una botella de agua desde el escritorio para lanzárselo a Manchester.
—Que se hidrate —aconsejó—, y que avise si quiere vomitar. No quiero otra escena de Lucas Exorcista de nuevo.
—Hey, estaba muy engripado esa vez —se defendió Lucas desde la batería.
—Y yo te limpié tu mierda.
—Eternamente agradecido de eso, hermano.
Todo parecía más silencioso, aún cuando Lucas alegaba y movía la palanca del tambor con su pie. Freddy, inmutable, siguió con sus dibujos. Y el resto de la banda pareció seguir con su rutina hasta que Sebastián avisó por la puerta que colocó el agua; Manchester pareció complacido. Joaquín recordó a Eugenio decirle alguna vez que Manchester era un buen tipo, y lo parecía.
—Estoy bien —Joaquín avisó, y comenzó a hablar como si de una lista del supermercado se tratara—. Lamento las molestias. Gracias por traerme. Lamento los zapatos. Me largaré y-
—¡No hasta que te hayas comido la sopa! —Sebastián gritó desde el interior de la casa.
—¿La sopa no se bebe? —preguntó Freddy.
Manchester aleteó su mano para restarle importancia, aunque notó que era más hacia la banda. —Continúen con lo suyo, idiotas. No intimiden a la cría.
—Podemos hacer un trueque —propuso Lucas—. La cría a cambio de que nos dejen de molestar.
Joaquín debió de haber colocado un rostro de pánico tras acertar en su teoría que hizo a Eugenio lanzar una fuerte carcajada. Tarde notó Joaquín que Eugenio se encontraba cerca del Gringo, de pie, y con una copia de la Red Special de Bryan May en manos.
—Solo son ridículos, por amor de dios —Eugenio le dijo a Joaquín—. ¿En serio sientes miedo de ellos?
—No siento nada —contestó Joaquín sin dejar de sacudir su pierna.
Sebastián apareció en el garaje, y le entregó a regañadientes el pote de poliestireno con comida que Joaquín supuso que podría estar envenenada, y comenzó a comer. Bajo la vista de todos. Todos.