Señor Optimista

La música suena mejor juntos

A Eugenio no le gustaba levantarse temprano, pero eso lo adjudicaba a que era el comportamiento que cualquier estrella de rock debía de tener. Sin embargo, una cosa era odiar-levantar-temprano, y otra cosa completamente distinta era tener-un-reloj-biológico-bien-marcado-a-las-siete-de-la-mañana-porque-a-esa-hora-te-has-levantado-desde-los-seis-años.

Entonces, ¿qué se podía hacer un domingo levantado a las ocho de la mañana? Exacto, ir a misa.

Eugenio no era cristiano, a diferencia de Lucas, Manchester o de su propia familia. Él era bastante escéptico con la religión en general; le gustaba creer que había un ente sobre él al cual podía culpar por sus males o solicitar milagros. Sin embargo, ese escepticismo no le impedía de disfrutar actividades que impartía la Iglesia de Santa Inés, del cual, aun con su trayecto y personalidad, tuvo una infancia destinada a participar en los talleres de instrumentalización.

Se colocó ropa octubrista en el hemisferio sur- entre sus jeans, camiseta de estampado vieja de su padre, y su chaqueta verde militar para el frío de la mañana. Avisó a su madre que se iría a la iglesia y que probablemente no llegaría a almorzar, lo que hizo que desde el otro lado de la puerta ella se quejara: «¡Hace semanas que no almuerzas con tus abuelos!», reclamó ella, pero Eugenio prefería hacerse humo a que escuchar una historia más por parte de su abuelo sobre el almirante general dictatorial que tuvo alguna vez el país.

Tras colocar su mp3 en aleatorio, se topó con una de las canciones de broma que Freddy le había metido: Lloviendo Estrellas de Cristian Castro, alguien quien solamente era uno de los artistas favoritos de las ancianas de Santa Inés. Y, lamentablemente, la canción cargaba un placer culpable a Eugenio. Caminó por las calles de Santa Inés con calma, a gusto del ambiente de relajo que tenía la mañana de domingo porque la mayoría de los locales estaban cerrados, y se podía ver a las familias caminar con templanza hacia la iglesia.

La cantidad de gente aumentó en la iglesia, más ubicada en una de las periferias del pueblo. Domingo no solo era la misa, pero era día de reconexión; razón suficiente como para ver las pérgolas abiertas con ventas excesivas de ramos de flores para el cementerio que quedaba a solo unos pocos metros de ahí. Y si algo que vinculaba al cementerio abierto y misa a minutos de empezar, fue encontrarse a Quiroga sentado en la cuneta frente a la iglesia con su guitarra acústica entre sus piernas, quien fumaba y charlaba con la icónica Romelina Espinoza. Tan pronto como los ojos de ella fueron hacia Eugenio, se intimidó.

—Hola —saludó Eugenio.

—Ah- hombre… —Quiroga, nervioso, le saludó con una mueca—. Llegas temprano.

—Hay que rezar —contestó, neutro. Él tampoco sabía muy bien qué hacer, y sus ojos se desviaban hacia Lina—. Romelina, hola.

—Lina —corrigió ella, apresurada—. Solo Lina. Y, uh- hola, ¿cómo estás?

—Muy bien, gracias, ¿y tú?

—Igualmente, gracias.

El silencio entre ambos se extendió hasta que Quiroga solo pudo bufar el humo entre sus dientes. Lina, incómoda, se levantó del suelo y limpió la parte trasera de su falda.

—Yo me iré hacia allá. —Y Lina se largó al interior de la iglesia.

Eugenio se encogió de hombros y tomó el lugar de ella junto a Quiroga, totalmente impasible. La tipa era rarita.

—Me voy a colar a la casa de Lucas después de esto —le informó Eugenio, mientras le quitaba el cigarro—. ¿Vamos?

—Nah, Lina me pidió que la acompañara a comprar verdura.

—No sabía que eran amigos. O tan amigos —notó—. Nada de ella, la verdad. Me sorprendió verlos juntos el viernes.

Quiroga le quitó el cigarro de los dedos, y los colores de a poco se subieron por su cara hasta que finalmente explotó en un gran sonrojo que le hizo casi derrumbarse sobre sus rodillas. Eugenio demoró un poco más en conectar los puntos.

—Ah… —Eugenio miró hacia donde ella se perdió—, ella- claro. Ah, qué tonto. ¿Es la chica de las gradas?

—Yep.

—¿Desde hace cuánto?

—No mucho. Eh… —Quiroga acarició su frondosa nuca castaña, y con su otra mano se reacomodó las gafas—. Nos conocimos en marzo- o sea, desde antes, pero ya sabes, no es lo mismo. Y esto, uhm…, desde las gradas, sí.

—¿Y eso fue…?

—Algunas semanas.

Eugenio lo digirió. Vaya. Quiroga con novia, eso era una nueva buena. Tan nueva buena que Eugenio demoró otro más en procesarlo que pegó un grito.

—¡¿Es tu novia?!

—¡Cállate! —exclamó Quiroga, y le tapó la boca enseguida—. Eres un puto loco. ¿Puedes callarte o al menos mantener el secreto? No quiero arruinar esto- o, si se arruina pronto, ser objeto de burlas. Ya fue demasiado con mi última novia.

Eugenio se zafó. —Estás traumado con Hannah hija-del-diablo.

—No es ver-

—Cuando ella te engañó, dijiste que nunca más volverías a amar.

—Bueno, me engañó durante el mismo periodo que se murió mi hermano y que mi papá se fue de la casa, ¿cómo quieres que me sienta? —lanzó una risa ácida—. Esto está tan mal que me da miedo, de verdad, a que las cosas fracasen. No quiero que nadie se entere por eso.




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