Señora Delacroix

2. Mi Secretaria

Narra Lucian

 

 

 

Entramos al lugar acordado. Mi lugar favorito para comer, adentro, nos esperaba la mesa que siempre tenían para mí, el lugar más cómodo de todo el local.

Elizabeth caminaba como si siempre hubiese pertenecido a este tipo de lugares, siempre cortés y amable, con ese aire sofisticado que usualmente la rodeaba.

Ella era la sonriente y alegre, yo, por otra parte, era el arisco y taciturno. 

Esa era la razón por la que seguía con su puesto, nadie la pasaba a llevar, nadie la ofendía sin que ella no se defendiese, ni siquiera yo. Eso me gustaba, tenía carácter y jamás se pasaba de lo vulgar, además sabía lo que yo quería, casi como si leyera mi mente, me entendía y opinaba, argumentaba sus razones, era sumamente inteligente. 
No se inmutaba en mi presencia, eso era un punto a su favor. Ella se había ganado mi respeto y admiración.

― Señorita.― dijo el mozo mientras ofrecía la silla para que se acomodara, su mirada estaba cargada con adoración, ella sonrió y el muchacho se sonrojó. Ella jamás notaba el efecto que tenía sobre los hombres. Yo lo llamaba el "efecto Ward".

El chico me miró nervioso, su sonrisa no pasaba de ser una mueca de incomodidad.

― Señor.― me senté sin esperar a que dijera o hiciera algo más y una repentina ira se apoderó de mí.― ¿Vino?― era el mejor que tenían, mi favorito, un vino chileno añejado de los años 60.

― Gracias.― hablé con toda la cortesía que mi repentina ira me lo permitía. No sabía lo que me sucedía, últimamente, me enfadaba demasiado y por estupideces, pero siempre era porque estaba la señorita Elizabeth metida en alguna situación problemática, incomoda o comprometedora con hombres. Ella siempre atraía la atención de los hombres y aquello, me estresaba de sobre manera.

Elizabeth frunció el ceño, supongo que no fui tan cortés.

―Gracias.― su sonrisa despreocupada y sincera calmó al pobre chico que parecía incómodo, preguntándose qué había hecho mal.

Yo tampoco lo entendía muy bien. Y no quería averiguarlo, de vez en cuando, era bueno vivir en la ignorancia. Justo como ahora.

Se retiró para ir en busca de los menús, sentía la mirada de la señorita Ward sobre mí, fruncí el ceño al levantar la mirada para encontrarla, efectivamente, mirándome.

― ¿Qué?― solté cortante y, para mi pesar, a la defensiva.

― Usted, jefe,― puso los codos sobre la mesa.― Se enoja con bastante frecuencia y por todo.-― apoyó su cabeza en sus manos, ladeándola a un costado, para analizarme mejor, rodé los ojos.

― Si me enojo o no, usted, limítese  a hacer su trabajo.― dí por zanjada la conversación.

Ella suspiró.― Lo hago, pero ahora estamos en colación.― mencionó despreocupada.

Siempre tendía a refutar todo lo que decía.

 En un almuerzo, que si mal no recuerdo, es por trabajo.― dije mientras subía mis codos a la mesa, colocando mi boca entre manos, porque, repentinamente, me dieron unas ganas enormes de sonreír.

Me encantaba dejarla callada.

― Sí, pero...― No terminó la frase por la llegada de Thomas, un viejecillo italiano regordete, calvo y mejillas demasiado rosadas para mi gusto.

― ¡Lucian!― y tan alegre como un niño pequeño al que le acaban de dar un buen juguete. 

Quería rodar los ojos; su felicidad me irritaba.

Me levanté de la silla y ofrecí mi mano en modo de saludo.― Thomas.― Estrechamos nuestras manos.

― Vienes con tu hermosa secretaria.― ella sonrío y yo resistí el impulso de rodar los ojos por la obviedad del asunto.― Siempre es bueno tener a una belleza en un negocio demasiado serio para mi gusto.― rió mientras ponía sus pegajosos labios llenos de saliva sobre la piel suave―era simple intuición―de mi secretaria. 

― ¿Cómo está, señor Thomas?― habló cortésmente.

― ¡Oh, por favor! Solo Thomas.― dijo mientras tomábamos asiento.― Siempre me dices así y ya estoy cansado del "Señor" me haces sentir más viejo de lo que soy.

Y concordaba con él, también estaba harto del "Señor" de Elizabeth, me hacía sentir viejo y cascarrabias.

El problema es que era cascarrabias. Pero ella ni nadie lo sabía y no tenían por qué enterarse de aquello.

Ella río: ―¡Oh!, pero qué dice, si apenas está en la flor de su juventud.― dijo mientras palmeaba el hombro de mi viejo y regordete socio y amigo.

―¡Pero si soy tan viejo que podría llegar a ser tu padre!― rió mientras bebía de su copa con vino. Eso era lo bueno de Thomas, su alegría podía a llegar a contagiar a cualquiera que haya tenido un mal día. Incluyéndome.

Sonreí, sólo por un momento, mientras los veía intercambiar bromas sin sentido y poco graciosas, sin preocupaciones. Era, por así decirlo, graciosamente confuso, no entendía nada; hablaban demasiado rápido, como si no hubieran hablado con nadie en años.

Suspiré.

Nos dejaron la comida, comenzamos a comer en silencio.

Al cabo de unos 30 minutos de disfrutar e intercambiar alguno que otro comentario, Thomas habló.― Es hora de hablar de negocios.― mencionó dejando su tenedor de lado y limpiando su boca con la servilleta, serio.

Asentí.

― Las exposiciones en Italia deben ser sobre Dante y su amor por Beatriz, es decir, de La Divina Comedia.― me tensé, ése no era el tema a tratar.

―Pensé que quería algo contemporáneo.― comentó Elizabeth igual de extrañada que yo.

― No, he cambiado de parecer.

― ¿Se da cuenta de lo que nos está pidiendo?― hablé, el hecho de buscar expositores, que relaten y pinten aquel tipo de pinturas era imposible y menos a vísperas de ésta exposición, tomé de mi vino.

Además, las obras ya pintadas sobre Dante y Beatriz, no se podían conseguir de la noche a la mañana, de un mes a otro... Es de años de tratos para poder comprarlas y obtener todo lo necesario para conseguir exponerlas al público.




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