El que había sido un precioso vestido de color rosa pastel, con flores bordadas con oro y plata, de cuidados detalles en la falda y en las mangas, largo hasta arrastrar los pies pero sin cola y ligeramente escotado sin llegar a mostrar los hombros... ahora estaba manchado de sangre. Desde su falda hasta su piel. El moño de su cabello, tan cuidadosamente trabajado, con una pequeña corona que sujetaba el velo, se había desecho y ahora los mechones pelirrojos caían por delante de su rostro lloroso, sin rastro ya del maquillaje que había cubierto sus pequeñas imperfecciones. Sus ojos verdes estaban enrojecidos, y las pecas de su nariz respingona habían desaparecido bajo el rubor.
En su regazo descansaba la cabeza inerte y sin vida de su padre. Había perdido la peluca color castaño, larga y con bucles, su favorita. A la altura de las costillas su elegante uniforme estaba empapado de sangre, y aún mantenía la mano encima la herida. La otra mano sujetaba su pistola.
A unos dos metros de ellos, con su mejor vestido, estaba su madre, bocabajo, tan quieta como el resto de invitados de la boda, su sangre emanaba de su cuello. Mantenía los ojos y los labios abiertos.
Logró moverse, dejando con cuidado la cabeza de su padre en el suelo, y se arrastró hasta un hombre joven, vestido también con uniforme... ya no quedaba nada de sus colores azules y blancos, todo era rojo, más claro o más oscuro. Había muerto luchando, y tenía una docena de heridas en su cuerpo, cortes, estocadas, arañazos, e incluso moratones.
Se inclinó sobre él y besó sus labios ensangrentados.
El matrimonio había sido concertado, pero realmente se amaban. Había tenido aquella suerte, y ahora se lo habían arrebatado.
—¿En serio estás besando un cadáver? –Escuchó una voz femenina tras ella. Se incorporó y miró a la mujer–. Qué asco.
Era una mujer de larga estatura, hombros anchos y facciones duras, su piel estaba tostada por el sol y su nariz y mejillas ligeramente sonrosadas por lo mismo. Llevaba un sombrero roto, igual que el resto de su ropa, con una chaqueta marrón larga hasta las rodillas, cubiertas por pantalones parcheados, y una camisa cuyo color dejó de ser blanco hacía tiempo. Sus cabellos eran largos y de color cobrizo. Era una mujer tan hermosa como lo peligrosa que parecía.
—¿Vas a dejarla con vida?
Con las manos llenas de sacos de las riquezas de su casa, apareció un hombre atractivo, de cabello oscuro y bigote cuidado sobre su labio superior. Vestía con ropas sucias, pero elegantes, y su caminar era seguro y chulesco.
Miró a la mujer, y ésta le devolvió la mirada antes de mirar a la novia de nuevo.
Por detrás de ellos fueron desfilando otros piratas cargados con el botín. A uno de ellos se le cayó el candelabro de plata favorito de su madre.
—Creo que ya está muerta. –Acortó la distancia con ella, y con el estoque que llevaba en la mano le levantó la barbilla, mirándola a los ojos–. No estés enfadada, preciosa, te he salvado de una vida aburrida y rutinaria: Casarte con este tipo, parir sus hijos, vivir en este caserío... todos tus días habrían sido iguales. Ahora puedes elegir qué quieres hacer.
—Yo ya había elegido qué quería hacer, y quería casarme –logró escupir la chica, que probablemente era tan solo dos o tres años más joven que la pirata.
Acentuó la sonrisa, mostrando una dentadura imperfecta e inquietante.
—No te creo. –Soltó su barbilla, y volvió con el grupo de hombres, que ya se estaban dirigiendo al barco anclado en la costa.
Todo el pueblo había sido arrasado, y columnas de humo ascendían hacia el cielo. Veía a sus vecinos y amigos, a los súbditos de su padre que habían sobrevivido, ser conducidos maniatados hacia el galeón... iban a convertirlos en esclavos.
Volvió a mirar a su futuro marido, se abrazó a él y volvió a llorar.