Sola. Sin nadie. Todo lo que Kaitlin conocía había cambiado, todo había acabado. Su familia estaba muerta, su prometido estaba muerto, la familia de su prometido estaban muertos, sus vecinos y amigos más próximos... muertos. Ignoraba si los piratas sabían que se celebraba aquella boda. Ignoraba si sabían que muchas de las celebridades de aquella parte del mundo estarían en su casa aquel día. Iba a ser una gran boda. Un motivo de alegría. La unión de una familia inglesa, la suya, y una familia española, la de su prometido, suponía que terminaría con muchas rencillas patrióticas.
Pero habían arrasado con el pueblo. Las casas seguían en llamas, los barcos de los invitados estaban cayendo al agua, consumidos por el fuego. Se escuchaba algún grito en la lejanía, alguien que escapó de la muerte y del rapto.
Abandonó el palco en el que se celebraba la boda y se adentró a la casa, no habían dejado nada de valor. Se habían llevado incluso las lámparas de aceite de las paredes.
Entró en su dormitorio y gritó. Gritó con tanta fuerza que le dolió la garganta. Se arrancó el vestido de novia, se arrancó el corsé y quedó en camisa y enaguas. Se miró en el espejo y se arrancó las horquillas que le sujetaban el moño. Su largo cabello pelirrojo cayó en cascada sobre su espalda y sus hombros. Si no siguió gritando fue porque no pudo.
Se tiró en la cama y siguió llorando.
En algún momento se había quedado dormido y la despertó un extraño olor, se removió en la cama, con la cabeza embotada y los ojos doloridos de tanto haber llorado, y se incorporó. Por debajo la puerta de su dormitorio entraba humo de color negro.
—¡No! No, no, no... –Tenía que reaccionar. Un fugaz pensamiento de dejarse morir cruzó por su mente, pero lo desechó al instante. Kaitlin no quería morir.
Saltó rápido de la cama y se apresuró a vestirse con uno de los vestidos que tenía más a mano, no era uno de los más bonitos, pero sí uno de los más cómodos. La puerta empezaba a crujir. Se ató el pelo con un pañuelo y corrió hasta el balcón para mirar hacia el jardín.
Eran dos pisos de distancia hasta el suelo. De la ventana de habitación de sus padres salían llamas que se alimentaban de la fachada del edificio. Regresó a la cama a toda prisa e hizo un nudo con las sábanas, atándolas unas con otras, la ató en el somier y lanzó el resto por la ventana. Las llamas ya estaban devorando la puerta con violencia, y el calor ya era insoportable, se subió a la baranda y bajó por el edificio poco a poco. Lo último que vio fue la puerta volviéndose oscura.
La sábana no llegaba al suelo, por lo que el último metro tuvo que saltarlo, cayendo torpemente de culo en la hierba. Se levantó rápido y miró hacia arriba... las llamas ya estaban asomándose por la ventana que había sido su habitación. Se arremangó la falda y empezó a correr, descalza como estaba, dirección contraria al pueblo.
Su padre tenía una embarcación, pero no en el muelle principal, su casa estaba sobre una colina y si se conocía el camino, se podía llegar a una cala parcialmente escondida, donde tenía un barco privado que usaba para ir a las islas vecinas, a ver a sus amantes.
—¡Esperad!
El barco estaba partiendo mientras ella corría por el camino entre los arbustos y matorrales, un camino improvisado que conducía a la arena de la playa.
Un hombre se asomó en cubierta.
—¡Deteneos! –gritó.
Al instante una enorme ancla fue lanzada al agua, y aquel mismo hombre bajó del barco para pisar la arena y correr hacia Kaitlin.
—Señorita, ¡está viva!
Alfred, el criado de confianza de su casa la recibió con los brazos abiertos. Era un hombre de más de cincuenta años y lo consideraba casi un padre... pues había estado más él con ella que su propio padre.
Era un hombre con poco cabello, pues perdió la peluca que siempre llevaba, no muy alto y de complexión gruesa, siempre vestía inmaculado, aunque en esta ocasión había perdido la casaca y el pañuelo del cuello, y sus pantalones estaban rotos y sucios de hollín.
—Han matado... han matado a toda mi familia... –Lo miró fijamente, sin poder evitar sentirse desconfiada–. ¿Cómo habéis conseguido salir?
—Estaba en la cocina cuando llegaron los piratas, preparando los aperitivos... no pude llegar a la ceremonia, nos escondimos en la despensa.
En el barco se asomaron otras criadas, y la cocinera principal.
—¿Qué voy a hacer ahora? Lo he perdido todo...
—Debe viajar a Londres, señorita –le dijo él–. Vamos a ir a Barbados, allí nos uniremos al próximo barco. Debe venir con nosotros, su hermano John vive allí, la ayudará.
—Sí... Sí, de acuerdo. –Asintió con la cabeza y fue con él hasta el barco.
Observó desde popa cómo se alejaban de la playa, de aquella cala, abandonando no solo la que había sido su casa, sino los pocos supervivientes que quedaron del pueblo, ahora en llamas. A medida que se iban alejando veía las columnas de humo que ascendían hacia el cielo, se imaginaba el fuego consumiendo todo a su paso. Pronto no quedaría nada, otra ciudad arrasada por los piratas. Kaitlin lo miraba con tristeza e impotencia.