–¿Qué se supone que es eso?
Kaitlin estaba sentada en una silla en su dormitorio, con un montón de ropa en un barreño. Levantó la mirada de la falda que estaba cosiendo y observó a la mujer de cabello dorado como el oro que acababa de entrar.
Jennifer era la favorita del burdel, con sus largos cabellos, ojos azul como el cielo y su rostro angelical, tenía un cuerpo precioso, con curvas marcadas pero no exuberantes y unos pechos pequeños y moldeables. Era la que más dinero ganaba en el burdel, la favorita por los clientes y también por la Madame.
Iba vestida con la ropa interior blanca, y estaba despeinada. Ya pasaba el mediodía, pero ella acababa de levantarse. En su mano llevaba un vestido y le mostraba a Kaitlin un parche, que aunque combinaba con el resto de la ropa estaba mal cosido. Se notaba demasiado que allí había un remiendo.
–¿No estás aquí para ayudarnos con estas cosas? ¿Es que no sabes ni coser un parche?
–Lo siento, yo... estoy aprendiendo.
–¿Aprendiendo? ¿A tu edad? ¿Es que acaso eres tonta? –resopló y lanzó el vestido encima del resto de montón de ropa que necesitaba un repaso y algunos arreglos–. Vuelve a hacerlo, y más te vale esta vez hacerlo bien.
–Sí... de acuerdo, perdona.
Jennifer cerró de un portazo y Kaitlin se desinfló soltando todo el aire retenido en sus pulmones.
Miró el precioso pero viejo vestido de Jennifer. Echaba de menos aquellos ropajes, ahora llevaba un simple vestido raído de tela, sin corsé, sin adornos. Terminó el remiendo que estaba haciendo, habiendo quedado bastante decente y cogió el de Jennifer para volver a coserlo. Pero la puerta se abrió de nuevo.
Esta vez entró Tiara, joven y descarada, de caderas anchas y cabello ligeramente rizado, negro como el carbón.
–La Madame quiere verte. Has vuelto a meter la pata. –Esbozó una sonrisa.
Kaitlin se apresuró a levantarse, dejó el vestido de Jennifer encima de los demás, y correteó hasta salir del dormitorio, cerrando la puerta detrás de ella.
La Madame estaba en la puerta del dormitorio de Mónica. Kaitlin caminó hasta allí, con la cabeza gacha. Las dos entraron en la habitación sin necesidad de decir nada.
–¿Qué se supone qué es eso? –La pregunta que más escuchaba últimamente.
Kaitlin levantó la mirada y observó la cama, había lavado aquellas sábanas aquella misma mañana, pero volvían a estar manchadas. Ella no las había dejado sucias, de eso estaba segura, precisamente estaba orgullosa porque estaba empezando a lavar ropa sin que le sangraran las manos y quedándole bastante limpia.
Detrás de la Madame estaba Mónica, una de las chicas más nuevas, no acababa de llevarlo bien lo de trabajar en el burdel, sobre todo porque era de las más baratas. Era castaña casi rubia, de piel pálida y dos grandes lunares que destacaban en su rostro. La ventana del dormitorio estaba abierta y ella estaba mal vestida.
Mónica miró suplicante a Kaitlin y negó con la cabeza, un gesto que no vio la Madame. Kaitlin miró a la chica y miró a la Madame.
Debería decir la verdad, que ella había dejado las sábanas limpias. Pero que Kaitlin dejara las sábanas sucias era menor pecado que Mónica subiera hombres a escondidas a su dormitorio... puede que fuera el hombre que amaba, o puede que ejerciera la prostitución a espaldas de la Madame, quedándose con todo el dinero. Pero por lo poco que había tratado con Mónica, parecía más la primera opción.
–Lo siento, Madame. No volverá a ocurrir.
La Madame alzó la barbilla al mismo tiempo que la cabeza de Kaitlin se agachaba más aún.
–Ven conmigo –le ordenó, saliendo del dormitorio.
Mónica gesticuló un "gracias" con sus labios, antes de que Kailtin se girara y siguiera a la Madame. Le dedicó una muy leve sonrisa. Su gratitud no iba a servirle de nada si ahora la echaban del burdel.
Kaitlin trabajaba muy duro, pero no era suficiente. Cuando la Madame consideró que ya había pagado la deuda por haber estado a punto de robar permitió que se quedara en el burdel pagándole una miseria pero dándole cobijo y dos comidas al día. Estaba muy lejos de poder comprarse el pasaje a Londres, pero no dejaba de trabajar.
–Esto no funciona, Roja –le dijo la Madame, cuando llegaron a su despacho, un pequeño cuarto en la planta baja con la mesa donde hacía las cuentas del burdel–. Mis chicas se quejan cada día de ti, y los clientes preguntan cuándo podrán ponerte las manos encima. Cada vez me ofrecen más dinero, y pronto no voy a poder protegerte.
Tragó saliva forzosamente, nada más pensar que cualquiera de sus clientes podían ponerle las manos encima le daban arcadas.
–Me esforzaré más –respondió en un hilo de voz.
–No va de esforzarte. Los hombres son salvajes, ¿qué pasará si esperan a que salgas para hacer la compra y atacarte? No eres una de mis chicas, no podré hacer nada por ti. Te he dejado quedarte porque eres una pobre niña que lo ha perdido todo, pero este no es tu lugar.