La tripulación de la Bella Dama gnoraban cuánto rato anduvieron, pero si a John le pareció mucho, a Paul le pareció una eternidad. La pierna empezaba a fallarle, se tropezaba y se caía al suelo, y cuando el capitán o John intentaban ayudarlo, eran empujados para que siguieran andando, otros de los nativos eran los que alzaban a Paul por las axilas y lo obligaban a seguir caminando. Estaba sudando y totalmente pálido y las bolsas bajo sus ojos eran cada vez más oscuras.
Nunca salieron de la jungla, pero se encontraron con hogueras encendidas, siendo lo único que se distinguía entre la niebla.
Los llevaron a un cercado que parecía de animales y los hicieron sentarse en el suelo. Paul se desplomó, no parecía muy consciente de nada, cuando el capitán le preguntó cómo se encontraba no respondió. Lo mandaron callar con un grito. Luego, les ataron las muñecas a la espalda, en postes verticales.
—No os preocupéis –dijo el capitán–, los demás vendrán a buscarnos en cuanto vean que no regresamos.
—Te pasas de optimista, capitán. Nosotros no podíamos salir de la jungla, mucho menos van a encontrar el camino hasta aquí –replicó John.
—Y además, nosotros también estamos aquí.
Aquella voz hizo que el capitán y John miraran hacia el otro lado de la valla. Allí había otro cercado, otros postes verticales, y Jeff y Kyle maniatados como ellos.
—Nos encontraron cuando regresábamos a la playa –explicó Jeff–, ¿qué le ha pasado a Paul?
—Le han picado una especie de insectos en la pierna, esperemos que no sea mortal. –Pero por el aspecto de Paul, estaba claro inofensivos no eran.
—¿Os habéis enterado de algo desde que estáis aquí? –Quiso saber el médico, mirando a Jeff y a Kyle.
—No. Solo nos han dejado aquí.
—Tampoco nos han ofrecido nada para comer, así que no deben ser caníbales. Si lo fueran querían engordar a su presa. –La lógica aplastante de Kyle hizo que todos lo miraran algo desconcertados.
—Puede que solo nos coma una... la bruja. La bruja nos comerá –deliró Paul, moviendo la cabeza de un lado a otro, en movimientos lentos y extraños.
—¿Qué bruja? –Kyle los miró algo alterado.
—No hay ninguna bruja... Paul está delirando, es mejor no hacerle mucho caso –respondió el capitán Jacques, negando con la cabeza.
Unos hombres llegaron hasta ellos y exclamaron algo incomprensible en su idioma. Si bien no entendían sus palabras, sí podían imaginarse que, o bien los estaban insultando o les estaban diciendo que se callaran. Se quedaron junto a ellos, haciendo guardia lo que quedaba de noche.
Y John finalmente no pudo evitar dormirse, igual que los demás, que uno a uno fueron quedando rendidos por el cansancio.
Paul fue lo que lo despertó, murmuraba algo a su lado, teniendo espasmos y escupiendo saliva por la boca. Parecía un cadáver.
—¡Eh! Nuestro amigo necesita ayuda, por favor –les dijo a sus captores, que se limitaron a girarse y a señalarlo con la lanza, amenazadores.
—Creo que es mejor no decirles nada. –A su lado, el capitán ya se había despertado y miró a Paul–. No tiene buen aspecto.
Con la claridad del día pudieron ver mejor dónde se encontraban dentro de la jungla. El cercado que los rodeaba era pequeño, y a juzgar por el suelo embarrado, debía ser para los cerdos. No vieron casas hasta que alzaron la vista... las chozas estaban en las copas de los árboles, increíbles estructuras de madera comunicadas entre sí mediante puentes y lianas. Su gente caminaba entre ellas con soltura y equilibrio.
Era impresionante.
Para subir y bajar de los árboles lo hacían trepando o ayudándose por maderas que habían atado con lianas en los troncos. Incluso los más pequeños tenían una facilidad asombrosa para trepar.
Los hombres vestían con taparrabos y colgantes, todos ellos tenían cicatrices que adornaban con pintura blanca. Las mujeres vestían igual que los hombres, únicamente con una pieza de ropa en la cintura, dejando los pechos y las cicatrices al descubierto, también pintadas, la mayoría de ellas llevaba armas, como sus congéneres masculinos.
Pero entre todos ellos destacó un hombre que se les acercó bajando de un árbol con torpeza. Vestía con unos pantalones y una camisa que solo se mantenía abrochada por un botón. Las dos piezas estaban sucias, rotas y gastadas. Por no hablar de las botas, que estaban abiertas de un lado y los cordones apenas podían atarse. Era flaco y tenía la cara chupada, como si hubiera perdido mucho peso de golpe, apenas le quedaban cabellos y sus ojos eran pequeños y brillantes. Estaba claro que él no era un nativo, su piel, ligeramente morena, sufría de descamación.
—¿Entendéis mi idioma? –preguntó el hombre.
—Sí. –El capitán Jacques suspiró aliviado–. Gracias al cielo, debe desatarnos y liberarnos.
—Oh, no... no puedo hacer eso. –La sonrisa del capitán y las esperanzas de los demás se disiparon al instante–. Soy el doctor Gregory Henrich, llegué a esta isla hace unos cinco años, pero ahora formo parte de la aldea, y no puedo traicionarlos, como comprenderéis.