Toda la tripulación de la Bella Dama estaba maniatada en diferentes postes y árboles, con las muñecas en sus espaldas y con varios de aquellos hombres morenos y primitivamente armados vigilándolos. Ya no solo eran dos. Algunos se quedaron quietos por horas, otros iban paseando, mandándolos callar si hablaban entre ellos.
Tras todo el día sin que volviera a aparecer el doctor Gregory Heinrich o nadie que les dijera nada de cuál iba a ser su destino, de que les dieran agua o algo de comida, cuando estaba empezando a oscurecer, llegó el doctor acompañado del hombre que habló con ellos aquella mañana y también un anciano.
El hombre mayor tenía la piel muy arrugada, tanto su rostro como su cuerpo, y caminaba ayudado por un bastón. Su cuerpo estaba prácticamente pintado de blanco, por todas las cicatrices que tenía. Y su cabello atado en una trenza era tan largo que arrastraba las puntas por el suelo.
—Tiene pinta de ser el que manda en este lugar –comentó el capitán, que enseguida se ganó el gruñido de uno de los vigilantes.
Pero el anciano no fue hasta ellos, sino que caminó rodeando a todos los tripulantes, en su paseo miró al capitán Jacques, y también a John, que estaba a su lado. Finalmente, señaló con el bastón a Simone.
Simone era un marinero que se había unido a ellos la última vez que estuvieron en puerto. No estaba hecho para la vida pirata, pero se había enamorado de una prostituta, y estaba decidido a sacarla de aquella vida... y para eso necesitaba dinero. Era bromista y su compañía era grata. Solía quejarse de que tenía hambre, pues allí no había la buena vida que por su apariencia había estado llevando.
El hombre más joven y que había hablado con ellos se agachó sacando un puñal y le cortó las cuerdas de sus muñecas, luego, lo obligó a levantarse.
—¡Eh! ¿¡A dónde lo lleváis!? –Quiso saber el capitán.
Inmediatamente los dos guardias se giraron con la lanza en lo alto, pero una simple palabra de aquel anciano los detuvo.
El doctor se apresuró a explicarle algo en su idioma, y el hombre del bastón caminó lentamente hacia el capitán, que no había pestañeado ni cuando los vigilantes lo habían amenazado con sus lanzas. Habló algo en voz tranquila. El capitán miró al doctor, a la espera de una traducción.
—Tu hombre será entregado en sacrificio al dios dragón. Es un gran honor. Si el dios dragón decide estar satisfecho con la ofrenda, podréis idos.
—¡Capitán! ¡No permita que se me lleven! –gritó Simone, pero el capitán se lo quedó mirando, y también miró a aquel hombre.
—¿Capitán? –susurró John, a su lado.
Pero el capitán Jacques bajó la mirada sin decir nada más. Sus manos estaban apretando con fuerza las cuerdas y las venas del cuello se notaban fácilmente, así como las de su frente. Era la primera vez que John lo veía tan enfadado, y callado.
Se llevaron a Simone, lo obligaron a callarse golpeándolo y tirándolo al suelo, tuvo que levantarse por sí solo. Mientras avanzaba, miraba hacia atrás e intentaba hacer que el capitán entrara en razón para salvarle la vida. Pero eso no pasó. Y tampoco lo volvieron a ver.
—Un sacrificio para salvarnos a todos. Es justo.
—Nada de esto tiene algo de justo, capitán, sabes perfectamente que nos van a matar a todos –le dijo John, sin poderse creer que realmente creyera esto.
—Son salvajes, pero no parecen mentirosos.
—¿En serio te estás fiando de lo que parecen? Nosotros no parecemos piratas, y joder si lo somos –gruñó Jeff, enfadado.
Los vigilantes los mandaron callar una vez más.
John chasqueó la lengua y miró hacia las armas, solo si consiguieran llegar a ellas... puede que no tuvieran nada que hacer contra aquellos salvajes que no solo los superaban en número, sino que seguramente eran habilidosos luchadores en aquel terreno, pero al menos morirían luchando, con un poco de dignidad.
Llegaron varios hombres jóvenes con bandejas de comida y garrafas de agua, les dieron de comer y beber.
—¡No comáis nada! ¡Nos van a entregar a un puto dragón para que se nos coma! –vociferó Jeff—. ¿¡Por qué creéis que se han llevado a Simone!? ¡De todos nosotros era el que estaba más gordo! –Y escupió en la cara del hombre que se había agachado ante él para darle de comer, éste no vaciló cuando le dio un golpe con el dorso de la mano, girándole la cara.
—Si no comemos ni bebemos estaremos demasiado débiles cuando se nos presente la oportunidad de luchar –dijo John, mirando al capitán.
—¡Comed y bebed! ¡Reponed fuerzas! –gritó el capitán hacia sus hombres.
Pero muchos no quisieron comer, aunque sí beber, y como Jeff, escupieron a la cara de los hombres jóvenes y éstos les cruzaron la cara con un golpe.
Un chico se había agachado enfrente de Paul, que estaba todavía peor y ya ni siquiera reaccionaba, de vez en cuando soltaba algún grito o alguna palabra, producto de alguna alucinación, y luego volvía a quedarse en un estado catatónico.