Kaitlin se pegó a la entrada, donde había aquella enorme losa que no le permitía salir corriendo y gritando. El dragón era real. Porque de no serlo, ¿qué era aquella criatura inmensa que la estaba mirando desde lo más alto de la cueva?
Sin embargo, y cuando pensaba que ya estaba muerta, la criatura se movió, haciendo que todo temblara y le dio la espalda, para volver a agachar la cabeza, desapareciendo en las sombras de la cueva.
No estaba totalmente a oscuras, además de la antorcha de la carreta, en la cueva había luces que revoloteaban como luciérnagas pero que en realidad no eran ningún insecto, más bien como motas de polvo que refulgían. Kaitlin caminó por la cueva, con cautela, descubrió bandejas de comida vacías en un rincón, y esqueletos, tanto de humanos como de animales. Se encontró también con sus compañeros de tripulación.
Con la antorcha en la mano al primero que reconoció fue a Simón. Su cabeza había sido arrancada y su cuerpo estaba boca abajo. También vio a los siguientes que fueron llevados hasta allí para ser sacrficiados, vio a dos más decapitados y Hendrik parecía haber sido pisoteado hasta morir, el suelo se había levantado a su alrededor, y su mano había sido arrancada de su cuerpo. No encontró a los dos restantes.
La cueva tenía un pequeño estanque subterráneo en el centro, con algas y pequeños animales, y había setas que crecían en las rocas y en las paredes, el suelo era una mezcla de piedras, tierra y barro. Junto a la pared había una enorme roca saliente, y Kaitlin se fijó que era allí donde estaba el dragón, pues escuchaba su respiración, acompasada pero pesada, y de vez en cuando gruñía.
Debajo de aquella roca saliente, amontonado en un rincón, había un pequeño tesoro. Monedas de oro antiguas, un vestido viejo y apolillado, un mueble carcomido, y varias joyas y gemas. Distinguió la mano de Hendrik, con un anillo en el dedo anular que contenía una esmeralda enorme. Kaitlin se separó inmediatamente del tesoro y miró hacia arriba.
Dio un respingo, trastabilló y tropezó cayendo de culo al suelo cuando vio un ojo grande y amarillo mirándola fijamente. El dragón era de escamas rojas como los rubíes, con destellos violetas cuando el fuego de la antorcha lo iluminaba, y con franjas amarillas y naranjas que descendían por su cuello. Tenía cicatrices por todo su rostro, de hecho, donde debería estar su ojo derecho había un agujero negro, y en el lateral de su mandíbula tenía un bulto tan grande que habían caído incluso las escamas. Uno de sus dos cuernos había perdido la punta, mientras que el otro había sido arrancado de raíz, ya ahora no era más que una duricia. De la boca solo le sobresalía un colmillo, y donde deberían haber sus labios, había cicatrices de diferentes tamaños.
Era un dragón e imponía, pero su aspecto era penoso, no era como Kaitlin se había imaginado que sería un dragón… aquel parecía viejo, herido y su ojo sano ni siquiera brillaba, como si estuviera cansado de todo.
Ella retrocedió por el suelo, y él volvió a su posición inicial, volviendo a darle la espalda. Kaitlin miró el tesoro, y lo miró a él de nuevo… luego miró a sus compañeros muertos. No le extrañaría que hubieran intentado robarle, nunca destacaron por su poca avaricia, al fin y al cabo eran piratas.
Pasaron las horas. Y los días. Kaitlin enterró a su tripulación y dibujó cruces cristianas sobre sus tumbas con piedras. Comió de la carreta, pues el dragón ni siquiera mostró interés en cualquiera de aquellos manjares, y tampoco en ella.
Ignoraba cuántos días habían pasado, cuando de repente, mientras ella se comía una jugosa fruta junto al lago, pensando en lo que haría cuando se le terminara la comida de la carreta, el dragón rugió con tanta fuerza que la cueva pareció caérsele encima. Dejó la fruta y se escondió corriendo bajo la carreta. Lo vio sacudir la cabeza y volver a rugir. Pero no era un rugido agresivo, o de advertencia, a la chica le recordó el aullido de un animal herido que siente dolor y que no puede contener la frustración.
Tras unos minutos de quietud que bien pudieron ser horas, Kaitlin tomó la loca decisión de acercarse al dragón. Sentía que se iba a volver majara si seguía tan sola, en tanto silencio, había empezado a hablar con las frutas solo para tener algo de conversación, y había empezado a ponerles nombres a los peces del estanque.
Trepó por la pared gracias a algunos salientes, se resbaló un par de veces, porque no estaba acostumbrada a ir descalza y ya tenía los pies heridos, pero logró subir hasta la roca donde se encontraba el dragón. A testarudez no la gana nadie.
Él la miró, alzando de nuevo la cabeza, y entrecerró su único ojo sano.
El resto del cuerpo del dragón estaba igualmente lleno de cicatrices, con escamas que habían caído por culpa de las heridas y que se habían enquistado. Era más pequeño de lo que se imaginaba, y parecía estar muy delgado. Sus grandes alas estaban sobre su cuerpo sin moverse.