Señores Dragones y Señores Piratas

Capítulo 24

El lobo permanecía delante de Kaitlin y Kirr, en posición defensiva, mirando fijamente a todos los que iban armados con lanzas, que no tardaron en retroceder y en adoptar posturas más sumisas, mirando al enorme animal, asustados pero también con gran admiración.

Uno a uno se fueron inclinando, apoyando una rodilla al suelo y haciendo una reverencia al animal, que poco a poco dejó de mostrar los incisivos, pero no dejó de tener el lomo erizado.

—Es un yazzei –susurró Kirr, cerca de Kaitlin-, una criatura mítica. Se dice que los primeros pobladores de la isla iban con ellos, pero se desvincularon cuando abandonaron las montañas heladas, hace siglos. Creíamos que ya no quedaban. ¿Sabías que acudiría a ti?

—Claro que no –negó ella.

Ya sabía qué animal eran los yazzei, Inamaraya se lo había mostrado. Eran animales nobles y leales, con una gran inteligencia. No se regían por los dragones, pero sí por la isla, respondían a ella… y por lo tanto a Kaitlin, que había sido elegida como guarda y custodia. Y paradójicamente, aquella magia provenía de Kadelooi, que era un dragón. Era como si se hubieran mezclado las culturas y la magia de los dragones y la isla, convirtiéndose todo en lo mismo cuando apareció Kaitlin y se convirtió en Señora Dragón.

El lobo se giró y miró a Kaitlin para acudir a ella, sentándose sobre sus cuartos traseros. Ella le sostuvo la mirada, intentando mantener la misma elegancia que lo hacía el animal. Tras unos minutos de absoluto silencio y gran tensión por parte de todos, se levantó de nuevo y se fue trotando, regresando a la jungla.

Los hombres y mujeres que pretendían su muerte se fueron levantando, confusos y afectados por lo que acababa de ocurrir. La chica los miró de nuevo, pero antes de poder hablar, el hombre que estaba delante de todo, uno de los que más la retaban en las reuniones, volvió a hacer la misma reverencia, con la rodilla en el suelo. Todos los demás no dudaron en imitarlo.

—Sentimos haberte desafiado, Señora Dragón, rogamos nos perdones.

Kaitlin debió esperarse un desenlace así, o al menos, debió plantearse qué pasaría y qué haría si llegaba el momento que ellos pidieran perdón. ¿Debía perdonarlos sin más? ¿Podía confiar en ellos? Y lo más importante, ¿eso haría justicia a todos aquellos cadáveres que estaban esparcidos a su alrededor?

Sintió la mano de Kirr alrededor de su brazo, y ella lo miró. Los dos se separaron, adentrándose unos metros más en la jungla.

—No debes perdonarlos, ellos han asesinado a muchos de nuestros amigos. Han puesto en peligro nuestro futuro. Y todo por no haber creído en ti, no puedes confiar en ellos. –Kirr era como una de sus consciencias, pues había respondido muchas de las preguntas que ella acababa de hacerse.

—Nunca confiarán en mí si yo no confío en ellos. Alguien debe dar el primer paso.

—Pero…

—Necesitamos clemencia, no más odio y rencor. Y no tendría sentido culparles de haber minado el número si nosotros vamos y también los ejecutamos… entonces todavía seríamos menos.

—¿No vas a castigarlos? Han matado a miembros de familias, el resto no va a estar contento.

Debió imaginarse que aquel también era parte del trabajo de Anciana, pero no del de Señora Dragón, sin embargo, con la muerte del anterior anciano, le habían dado a ella todos los títulos y poderes. Incluso los que menos le gustaban, como aquel.

Se humedeció los labios.

—Vayamos todos a la aldea –sentenció.

Miró de nuevo hacia la jungla, donde se había ido la criatura. Ignoraba si volvería a verlo, y aunque una parte de ella lo deseaba, la otra, más sabia, le advertía que no era un animal que debiera domarse. Los yazzei eran fantásticos animales salvajes, criaturas que debían permanecer en el misticismo, regalos para los ojos que los veían.

Una vez en la aldea, todos los que se habían rebelado contra ella se encontraban en el centro de la plaza esperando su sentencia, eran pocos más de quince. A su alrededor fueron llegando otros aldeanos que no se habían unido a ellos, que se habían escondido y que se habían mantenido a salvo. Una mujer empezó a escupirles, y muchos otros también la imitaron. Ellos se mantuvieron impasibles.

—¿Quién ha sido el que empezó todo esto?

Pero ya sabía quién había sido, aunque deseaba sinceramente que hubiera sido aquel que murió bajo las fauces del lobo, sabía que era el primero que se había arrodillado ante ella, el primero que deposó las armas.



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En el texto hay: piratas, dragones y magia, siglo xviii

Editado: 10.09.2019

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