Senshiken: El Legado del Guerrero Eterno

PRÓLOGO

Senshiken: El Legado del Guerrero Eterno

ARCO I: El principio del fin

Sinopsis

En el pacífico reino de Lyoren, Zayren sueña con convertirse en un leyenda como el Niño Astral de sus libros. Pero su mundo se desmorona cuando el ejército del príncipe Valtherion arrasa su aldea, buscando un artefacto legendario que su padre, el herrero Rhaedor, había jurado proteger.

Pero su mundo se desmorona cuando el ejército del príncipe Valtherion arrasa su aldea, buscando un artefacto legendario que su padre, el herrero Rhaedor, había jurado proteger

PRÓLOGO

El gran salón del castillo de Eryndal estaba sumido en un silencio opresivo. No era calma, sino un manto helado que ahogaba hasta el último suspiro, roto apenas por el crujir moribundo de las antorchas. Sus llamas famélicas proyectaban sombras retorcidas sobre los tapices, donde hilos de oro y carmesí narran las conquistas de la dinastía. Allí, los fantasmas de la gloria pasada parecían observar desdé la podredumbre del presente.

Un chirrido lúgubre, como el lamento de un alma olvidada, desgarró la quietud. Las enormes puertas de roble y acero se abrieron como las fauces de un leviatán. Una voz, no sólo profunda, sino rasgada por los años y el peso de una corona de Oro, tronó desde el interior:

—Adelante. Que el juicio comience.

Tres figuras avanzaron. No lo hicieron con simple firmeza, sino con la solemnidad de una marcha fúnebre. Sus capas, de terciopelo oscuro y brocado de plata, susurraban secretos contra el mármol pulido, un sonido que se perdía en la inmensidad del salón vacío. Cada uno se inclinó ante el trono, pero sus arcos fueron tan diferentes como sus almas:

Aurethus Eryndal, el mayor, con la rigidez de un general que rinde honores, no a un padre, sino a un comandante.

Valtherion Eryndal , el del medio, con una elegancia felina y calculada, sus ojos escaneando la sala incluso desde la posición de sumisión.

Elaria Eryndal , la más joven, con una gravedad que parecía quebrarla, su inclinación más profunda, un acto de piedad filial.

En el trono, esculpido en la roca viva de la montaña, se encontraba el Rey Kaelthar Eryndal. Su cuerpo era un mapa de derrotas encorvado por el tiempo, consumido por un mal invisible, las manos que alguna vez blandieron espadas legendarias ahora descansaban, pálidas y temblorosas, sobre los brazos del trono.

Pero sus ojos… Sus ojos eran dos brasas azules, ardientes con una lucidez feroz y despiadada. Eran los ojos de un halcón que ve la muerte acercarse y la desafía.

A sus flancos, dos espadachines de alto rango inmóviles, los Dioses de la espada, los guardias personales del rey, cuyas miendas no parpadeaban y cuyas manos enguantadas de hierro ya reposaban sobre los pomos de sus hojas, que brillaban con una luz tenue y antinatural. No anticipaban, sabían que la carnicería podría comenzar en un parpadeo.

Fue Aurethus quien rompió el hechizo, su voz un martilleo metálico en la cámara.

—Su Majestad. La citación era urgente. El reino aguarda con… ansiedad.

La última palabra cargó de significado, transformando la preocupación en demanda.

El rey Kaelthar alzó una mano. No fue un gesto lento, sino deliberado, como si mover cada hueso le costará un jirón de su alma.

—Hijos de mi sangre. Sangre de Eryndal. —Su voz, quebrada pero con eco de trueno lejano, resonó en el silencio—. Mi sol se apaga. Y la noche que se cierne sobre este reino necesita un nuevo amanecer. Uno de ustedes… deberá sostener la corona antes de que se enfríe sobre mi frente.

El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier grito. La codicia, el miedo y la ambición se materializaron en el aire, espesos como la niebla.

Aurethus se irguió, su armadura crujiendo como advertencia.

—Padre. —La palabra salió tensa, más acusación que afectó—. La ley es clara. La primogenitura es el pilar que evita el caos. Mi derecho no es ambición, es deber. El reino no sobrevivirá a una disputa.

Valtherion rió antes de que el eco se disipara. No era risa de alegría, sino sonido frío y afilado como acero desenvainado.

—¿Derecho? ¿Deber? —Se enderezó con gracia de serpiente—. El único derecho es el que se forja con poder. Este trono se ganó con sangre y fuego, hermano. ¿Pretendes heredarlo por nacer primero? Eryndal no es premio por participación.

Elaria permanecía quieta, pero su silencio era un grito. Sus dedos pálidos se entrelazaron con fuerza, y una lágrima solitaria trazó su camino plateado por la mejilla antes de estrellarse contra el mármol. No veía hermanos, sino dos lobos famélicos rondando al león moribundo.

—Querido rey —insistió Aurethus, ignorando a su hermano, su mirada clavada en el anciano—. ¿Por qué sembrar la discordia? Sin un sucesor claro, ¡El reino se desangrará!

Valtherion sonrió, una expresión desprovista de toda calidez.

—Tiene razón, hermano. Sería infinitamente más fácil… —su mano acarició el pomo de su espada, un gesto casual, obsceno— …si solo quedara un heredero. ¿No crees?

El sonido fue instantáneo: el susurro mortal de dos hojas de acero siendo desenvainadas un centímetro. Los Dioses de la espada no se habían movido, pero su intención era ahora tangible, un frío cortante en el aire.

Aurethus gruñó, y su propia espada, pesada y práctica, salió de su vaina con un chasquido sordo.

—¡Di lo que quieres decir, Valtherion! ¡Dilo a la cara!




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