Senshiken: El Legado del Guerrero Eterno

Capítulo II: El Legado Del Guerrero Eterno

El aire olía a carbón encendido y hierro forjado, el aroma familiar que siempre envolvía nuestra aldea como un manto de trabajo honrado. El sonido rítmico de los martillos sobre los yunques era la banda sonora de nuestras vidas, un latido constante que, esa mañana, sonaba como siempre.

Me dirigía al taller de mi padre para continuar mi entrenamiento. Lyanna se había quedado en casa, ayudando a nuestra madre, y Kairen estaba en la mina. Todo parecía tranquilo, como cualquier otra mañana gris en las faldas de las montañas... hasta que el mundo estalló.

Un tañido frenético y desquiciado desgarró la calma. No era el ritmo pausado de la misa, sino un clamor de agonía que heló la sangre en mis venas.

—¡Zayren!

Mi padre ya estaba de pie. Su amplia espalda de herrero, usualmente encorvada sobre el yunque, era ahora un muro de tensión. Su mano se cerró alrededor de mi hombro con una fuerza que casi me hizo gritar.

—¿Qué...? —logré balbucear, pero los gritos desde la entrada principal ahogaron mi pregunta. Se acercaban como una marea de terror.

—¡AHÍ VIENE VALTHERSION ERYNDAL! ¡Y TODO SU EJÉRCITO!

Era Jorn, el herrero. Corría hacia nosotros con el delantal de cuero aún puesto, el rostro desencajado por un pánico primitivo, los ojos desorbitados.

El repique de los martillos cesó de golpe. Un silencio pesado, cargado de horror incipiente, se apoderó de todo. Muchos aldeanos se quedaron paralizados, como ciervos ante la antorcha de un cazador.

—¿Cómo es posible...? Para llegar hasta aquí, debieron atravesar el Reino de Lyoren entero... No... ¿acaso vinieron por barco? Traición... o algo peor. Sabían que las fronteras estaban fuertemente custodiadas...

Sus palabras me dejaron helado. No solo era la llegada de Valtherion, era la certeza de que algo que jamás imaginamos estaba a punto de suceder. Mi corazón latía con fuerza mientras trataba de asimilar la amenaza que se cernía sobre nosotros.

—¡Papá, vámonos juntos! —grité, temblando, intentando aferrarme a él.

Mi padre me miró, serio, con los ojos llenos de determinación y un brillo que helaba la sangre.

—No, Zayren —respondió con voz firme—. Si voy contigo, nos encontrarán. Lo que quieren está aquí dentro —dijo señalando la caja que había protegido durante años—. ¡Tú debes huir y proteger a tu madre y a Lyanna!

El estruendo fue entonces innegable. El retumbar sordo de cientos de cascos sobre la tierra dura. El chirrido metálico de la armadura. El relincho agresivo de bestias de guerra. El ejército de Valtherion entraba en la aldea montado en caballos negros como la noche sin estrellas.

Nuestras esperanzas eran cinco jóvenes espadachines. Avanzaron con una valentía que me partió el alma. Formaron una línea delgada y frágil entre nosotros y la oscuridad.

No hubo duelo. No hubo clímax.

Fue una carnicería.

Un destello de acero demasiado rápido para seguirlo. Un chasquido húmedo y siniestro.

Uno por uno, los cinco cayeron. Sus cabezas se separaron de sus cuerpos en un instante brutal.

Un grito colectivo recorrió la aldea. Los aldeanos empezaron a suplicar, mientras otros, aferrándose a sus espadas, se preparaban para dar su vida en defensa de lo que quedaba de su hogar. Yo me quedé inmóvil, con una mezcla de miedo y rabia se apoderaba de mí. Cada sonido, cada choque metálico, cada grito, se grababa en mi memoria.

Valtherion avanzaba inexorable, su presencia llenando el aire de un frío que calaba los huesos. Su ejército se dispersaba a lo largo de la aldea, bloqueando posibles vías de escape, mientras algunos de sus hombres buscaban algo con una precisión inquietante. Los aldeanos que intentaban resistir caían con facilidad, apenas podían reaccionar ante el poder que tenían enfrente.

De repente, uno de los espadachines de Valtherion nos señaló. Temblaba, como si su propio cuerpo le negara la defensa.

—¡Aquí está...! —gritó, con voz temblorosa y desesperada—. ¡Lo que buscamos!

Un sonido metálico resonó. Y en un instante, él apareció.

Valtherion. Su presencia era un manto de oscuridad que parecía absorber la luz del sol. Su sonrisa macabra prometía un futuro teñido de sangre y acero.

—Al fin —dijo su voz, cortando el gemido del viento—. El tesoro del Demonio.

Mi padre no dudó ni un instante

Mi padre no dudó ni un instante. En sus ojos ya no había lugar para el disimulo. Solo una resignación feroz, la paz del lobo acorralado que enseña los colmillos por última vez.

Sin una palabra, se colocó delante de mí, como un muro entre mi cuerpo y el ejército. De un solo movimiento, hundió la llave que siempre llevaba al cuello en la cerradura de la caja misteriosa. El mecanismo crujió con un sonido definitivo, como el de un hueso rompiéndose.

Al abrirla, el mundo cambió.

De su interior sacó una espada que no se parecía a ninguna otra. Era más larga, de un acero pálido que parecía beber la luz del día para devolverla como un brillo lunar. El aire a su alrededor zumbaba, vibrante, como si la hoja cantara una canción silenciosa y letal.

Estaba claro. Aquella era una espada legendaria.

Valtherion descendió de su caballo con una elegancia terrible. No vestía sedas, sino una armadura de combate de cuero negro endurecido, con placas de metal oscuro marcadas con la runa de su linaje. Su cabello era tan rubio que parecía una corona de hielo, y sus ojos, de un rojo intenso como rubíes bañados en sangre, brillaban con una ferocidad hambrienta.

En su mano, desafiante, empuñaba su propia leyenda: Pesadilla de Ébano. La espada negra que parecía absorber la luz, cuyo mismo filo exhalaba un aura de terror.




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