SS: EL DEMONIO DE ERYNDAL PARTE I
La nieve crujía bajo mis botas, cada paso un latido más en el silencio fúnebre de las alturas. El viento aullaba entre los picos de la Cordillera del Diente de Dragón, limpiando el aire del olor a sangre y hierro que había ascendido conmigo desde los valles. No sentía frío. El fuego que llevaba dentro era suficiente para fundir la escarcha que intentaba adherirse a mi armadura.
Al final del paso, justo donde la montaña se partía en dos como si un dios la hubiera hendido de un hachazo, él estaba.
No hizo falta que dijera su nombre. Lo supe en el instante en que nuestros ojos se encontraron a través de los copos de nieve que danzaban en el aire gélido. Horvath. El Dios de la Espada de la Técnica del Fuego.
Su sola presencia calentaba el ambiente. No llevaba más que una armadura sencilla de placas oscuras, pero en su mano derecha descansaba Vulkarion, la espada legendaria que lo coronaba como Dios. Su hoja, forjada en lava solidificada, respiraba con un resplandor anaranjado siniestro incluso bajo la luz gris del atardecer.
No me moví. Él tampoco. Éramos dos depredadores en un territorio demasiado pequeño para ambos.
Finalmente, fue él quien rompió el silencio, con una voz que hizo vibrar el aire como el preludio de una erupción:
—Así que tú debes ser el Demonio de Eryndal, ¿cierto? —No era una pregunta, sino una afirmación cargada de desdén—. El que masacra escuadrones con la técnica más básica. El que no tiene rango, ni linaje, ni honor. Solo un animal con espada.
Ajusté el agarre de la Senshiken. El acero pálido de la hoja no emitía calor, sino una frialdad que parecía absorber la luz de Vulkarion. En mis manos, no cantaba. Susurraba. Un susurro de mil batallas, de sangre antigua, de un legado que pesaba más que la montaña misma.
—¿Sabes por qué estoy aquí, Horvath? —dije, poniéndome en guardia.
Su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una máscara de ira fría.
—No lo sé. Y no me importa. Ya he eliminado a varios de los perros mandaderos del Rey.
—Interfieres en los planes del Rey —continuó, con tono acusatorio—. Tu existencia es un riesgo que Eryndal no puede permitirse. Me enviaron a eliminarte. Es así de simple.
Apreté aún más la Senshiken. En mis manos, la hoja comenzó a emitir un tenue resplandor azulado, un zumbido sutil que hacía vibrar el aire a mi alrededor. La espada sentía la amenaza... y respondía.
—¿De verdad vale la pena dar tu vida por un reino que te ve como un instrumento desechable? —avanzó un paso—. ¿Por un trono que solo entiende el lenguaje del poder? Tú y yo no somos tan diferentes. La única diferencia es que yo elegí dejar de ser su perro.
El aire estalló. Horvath se lanzó hacia adelante como una ola de lava. El mundo se redujo al silbido mortal de su espada, al resplandor cegador del fuego y al susurro gélido de la mía.
Y en ese momento, justo antes del choque, una duda atravesó mi mente como un relámpago:
¿Realmente valía la pena arriesgar mi vida por el reino de Eryndal? ¿Acaso me habían dado tanto como para morir en su nombre?
Nací en una aldea olvidada de Kaerun, un reino donde la obediencia se imponía con el filo de una espada. Mi familia era humilde. Mi padre... siempre ausente, perdido entre guerras que nunca fueron nuestras. Mi madre era mi único refugio: su voz era mi calma, su presencia, mi hogar. Me enseñó a trabajar la tierra y a observar el mundo con ojos silenciosos, como quien sabe que todo puede romperse de un instante a otro.
Todo cambió la noche en que llegó el ejército de Eryndal. Vinieron como sombras enfurecidas. El acero cantaba en las calles mientras los gritos se mezclaban con el fuego. Masacraron a los hombres y arrastraron a mujeres y niños. Del abrazo de mi madre... solo quedó el vacío. Nunca supe si murió bajo las llamas o si fue llevada como esclava al otro extremo del mundo. Esa noche aprendí lo que era perderlo todo.
Nos llevaron a Eryndal, un reino obsesionado con el poder de la espada. Allí, los niños éramos carne de entrenamiento: obligados a dominar una de las seis técnicas de combate o pagar con la vida. Quien se negaba... desaparecía. Elegí la Espada de Viento, pensando que la velocidad sería mi única arma para sobrevivir. Dormíamos poco, comíamos menos y el miedo era nuestro maestro. A los doce años, mi nombre apenas alcanzaba el rango de Discípulo II. Otros niños eran ya Expertos. No destacaba. Y en Eryndal, los débiles no sobreviven. Me expulsaron.
Quedé solo en las calles, convertido en sombra. Sobrevivía robando, usando lo poco que sabía de espada. La velocidad me salvaba, pero el hambre me mordía las entrañas y el frío calaba hasta los huesos. Vivía de día como un espectro, evitando miradas, buscando migajas, durmiendo en cualquier rincón.
Una mañana, junto al mar, vi algo que cambió mi destino. Un hombre alto, musculoso, de espaldas. Sobre su torso se extendía una cicatriz enorme, negra como cicatriz de acero. A su lado descansaba una espada legendaria —impresionante, letal—. El metal parecía latir bajo la luz. Pensé en robarla. Con eso... viviría meses sin hambre, sin miedo... sin dolor.
Actué por instinto. Me abalancé hacia la espada, pero un impacto seco me arrojó de espaldas contra la arena, sin aliento y con las costillas ardiendo.
Una risa fría cortó el silencio, más cruel que cualquier espada:
—¿De verdad creíste que podrías robar esto? —dijo, con voz grave, casi un susurro cargado de desprecio—. Esa espada... no se toma por hambre. Se gana... o se paga con sangre.
No respondí. Esperé el golpe final. El silencio se hizo denso, pesado como una losa. Pero él no atacó. Inclinó lentamente el torso, como mostrando algo prohibido. Señaló su herida. La cicatriz relucía con un brillo oscuro, palpitante, como si guardara un corazón propio.
—Esto no es una simple cortada —susurró—. Es una maldición. Quien me la infligió pertenecía al Clan de la Maldición. No murió en paz... y al matarlo, la maldición me pasó a mí. Ahora... su veneno corre por mi sangre. En cinco años... estaré muerto.
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Editado: 06.10.2025