Las luces blancas del supermercado iluminan la amplia sala de ventas con una frialdad indiferente. Los pasillos se llenan de un flujo constante de clientes, sus carros rebosantes de mercadería mientras los pitidos de los escáneres de códigos de barras crean una sinfonía mecánica, repetitiva y sin alma. En la caja número 5, Soila lleva a cabo su trabajo con una precisión automática, su rostro un reflejo de la lucha interna que la consume.
Soila es una mujer joven, de rostro suave y expresivo que parece ser la encarnación de la sensibilidad y la lucha emocional. Su piel tiene un tono cálido, un contraste marcado con la frialdad del ambiente en el que se encuentra. Sus mejillas a menudo muestran un leve rubor, pero este se debe más a la acumulación de emociones que a una genuina expresión de bienestar. El cabello negro, lacio y corto enmarca su cara ovalada con una delicadeza que contrasta con la dureza de su realidad. Sus ojos, grandes y oscuros, están llenos de una melancolía constante, como si buscaran en cada rincón de su existencia algo que nunca parece encontrarse. El halo sutil de cansancio que los rodea es testigo de noches de insomnio y días plagados de preocupaciones.
Los labios de Soila, a menudo curvados en una mueca de preocupación, son suaves y llenos, portadores de una ternura que la realidad le niega. La expresión de su rostro cambia constantemente, desde una tristeza profunda hasta una resignación silenciosa, revelando la batalla interna que libra a diario. Viste de manera sencilla y práctica: una blusa blanca que contrasta con su piel morena y un collar que lleva siempre consigo, un amuleto personal que parece tener un significado especial en medio de su vida sin lujos.
Cada mañana, el ritual de vestirse con el uniforme y dirigirse al trabajo se ha convertido en una rutina opresiva. Al marcar su llegada en el reloj de control, el sonido mecánico que confirma su presencia resuena en su mente como una sentencia de condena. Se dirige a su caja designada con un esfuerzo visible, sabiendo que las próximas ocho horas se desarrollarán en un ciclo interminable de escaneo de productos y trato con clientes, todos ellos fugaces en su existencia.
Beatriz, su compañera de trabajo, destaca en su mente como un contraste desolador. Beatriz es una mujer de sonrisa fácil y energía contagiosa, un destello de sol en un entorno gris. Las anécdotas que Beatriz comparte, las historias de su familia y los momentos de alegría parecen ser el recordatorio constante de lo que Soila podría tener si no estuviera atrapada en su propia oscuridad. Aunque Soila responde con una sonrisa y algunas palabras, siente que hay un abismo insondable entre ella y la jovialidad de Beatriz. El contraste acentúa su sensación de aislamiento, intensificando la tristeza que lleva consigo.
La relación con su madre es un peso adicional en el corazón de Soila. Aunque ama a su madre profundamente, siente que es una carga para ella. De niña, presenció el estrés y la preocupación de sus padres por llegar a fin de mes, y ahora, cuando por fin parecen disfrutar de un merecido respiro, Soila no quiere añadir más problemas a su carga. Prefiere mantener sus problemas para sí misma, encerrando sus sentimientos en un rincón oscuro de su mente, donde permanecen inexplorados y sin resolver.
Durante los raros momentos de descanso en el supermercado, Soila se sienta en el pequeño comedor, rodeada de otros empleados que charlan y ríen mientras comen. Ella, sin embargo, se pierde en sus pensamientos, en un torbellino de emociones que se traducen en versos y prosas que nunca se atreve a escribir. La escritura, para ella, es una puerta que teme abrir. La idea de que alguien pueda leer sus pensamientos más íntimos y descubrir la profundidad de su tristeza la aterra. Cada palabra no escrita es un reflejo de su miedo a la exposición emocional, a ser vista más allá de la superficie de su existencia diaria.
Una tarde, mientras escanea los productos de un cliente, su mente vuela hacia su apartamento. Es un espacio pequeño, un solo ambiente que apenas puede pagar con su salario. Aunque se siente sofocada por el espacio reducido, es su refugio, un lugar donde puede ser ella misma sin el temor al juicio. Su familia vive en otra región, y aunque desearía tenerlos cerca, sabe que es mejor así. No quiere preocupar a su madre con sus propios dramas, con las sombras que oscurecen su mente.
El pitido agudo de la caja registradora la arrastra de vuelta a la realidad. Mira al cliente frente a ella, un hombre mayor con una expresión amable. Le sonríe débilmente mientras le entrega el recibo, sus manos temblando ligeramente. El hombre le devuelve la sonrisa y le desea un buen día antes de marcharse, pero la sonrisa de Soila se desvanece tan pronto como él se aleja, dejándola sola en su propia oscuridad.
Al final de su turno, Soila marca su salida y se dirige hacia la parada de autobús. El viaje de una hora de regreso a su hogar le da tiempo para reflexionar, pero también para sumergirse más en sus pensamientos oscuros. Las luces de la ciudad parpadean a través de la ventana del autobús, pero su brillo apenas logra penetrar el velo de tristeza que la envuelve. La desconexión con el mundo exterior es palpable, una separación profunda entre ella y la vida que continúa sin ella.
Al llegar a su apartamento, se despoja de su uniforme con un gesto cansado y se sienta en la pequeña mesa de la cocina. Abre su cuaderno de notas, pero el miedo la detiene. Las palabras se amontonan en su mente, esperando ser liberadas, pero su mano permanece inmóvil sobre el papel. La escritura, que podría ser una forma de liberación, se convierte en una fuente de terror, una exposición temida de sus pensamientos más profundos.
Suspira profundamente y cierra el cuaderno, dejándolo a un lado. Se recuesta en la cama, mirando el techo mientras las lágrimas ruedan silenciosamente por sus mejillas. En la oscuridad, sus pensamientos poéticos cobran vida, creando mundos de belleza y dolor que solo ella puede ver. La poesía no escrita es un consuelo amargo, una luz tenue en medio de la vasta oscuridad de su existencia.