SENTIMIENTOS ENCONTRADOS
C.C. Uctari
Todos los derechos reservados.
Cualquier copia total o parcial de este libro requiere autorización de la autora
Una alarma timbró a las cinco de la mañana en punto y, sin abrir los ojos, Tsuyuri Yuki estiró su mano para apagarla. Gruñó en lo bajo, eran vacaciones de primavera y había olvidado completamente desactivar la alarma de su teléfono móvil. Escuchó una reja abrirse, y tenues sonidos de pasos en la pastelería que había debajo del departamento donde él vivía, indicativo de que sus abuelos habían llegado.
―¡Yuu-chan! ―exclamó su abuela al verlo―, son vacaciones de primavera, ¿por qué estás despierto a esta hora?
―Olvidé desactivar la alarma ―el joven de diecisiete años fue directo con un proveedor que recién llegaba con sacos de harina―, y como los escuché llegar…
―¡Oh, cariño! ―dijo su abuela maternalmente―, deberías descansar.
―No importa ―Yuki levantó el primer saco de harinas sobre su hombro―, de cualquier forma, prometí al profesor de aikido que iría al colegio.
Yuki ayudó a sus abuelos a meter los sacos al almacén y salió de casa. Su abuela le alcanzó en la puerta llevándole una caja de bento y una manta de color amarillo.
Era común que Yuki se despertara más temprano de lo debido para poder ayudar a sus abuelos antes de partir a clases, pero, como siempre era de los primeros en llegar, solía sentarse en la grama a leer en lo que iniciaban las clases. Esa fue la razón por la que la abuela Mitsuko tejió esa manta especialmente para su nieto, pues con ella podría cubrir sus piernas mientras leía.
Y en esa ocasión tendría que esperar aún más, pues el profesor de aikido no llegaría al colegio sino hasta pasadas las nueve de la mañana, así que simplemente sacó un libro y la manta de su mochila, se tumbó sobre la grama fresca y se dedicó a leer.
Mientras él leía, una serie de alumnos llegaban para asistir a clases de regularización, pero Yuki no prestaba atención a ellos, ni siquiera a diversos grupos de jovencitas que lo señalaban entre miradas pícaras y risitas tontas.
Yuki era alto, un tanto pálido y con rasgos andróginos. Ese rostro delicado, cabellera un tanto larga y su gran estatura hacían que Yuki atrajera la atención de muchas de sus compañeras. Sin embargo, él no estaba interesado en responder a las invitaciones que había recibido desde que entró al Kotogakkö.
Para quienes no lo conocían, Yuki parecía ser la timidez en persona. Ningún alumno podía adivinar que, años atrás, él solía ser alegre y social, y que esa marginación tenía un trasfondo psicológico que arrastraba desde su niñez. Así mismo, nadie sabía que la familia paterna de Yuki tenía un abolengo de gran peso en la ciudad de Kioto, con una riqueza considerable.
Después de la segunda guerra mundial, la familia Tsuyuri logró levantarse de la pobreza, creando un consorcio en el ramo alimenticio al que, con el tiempo, integró productos de tipo pecuario y pesquero, y la compañía se convirtió en una de las empresas distribuidoras de alimentos más importantes de todo el país. Como ex soldados del imperio y con antepasados samuráis, el bisabuelo de Yuki y su hermano forjaron una dinastía recia cuyas costumbres prevalecían aún en pleno siglo XXI. Toda la familia Tsuyuri estaba acostumbrada al trabajo rudo y Yuki fue educado bajo esa idiosincrasia. Vigilado de cerca por su abuelo paterno, Yuki fue guiado a ser el mejor en todo y con una fuerte lealtad a sus creencias sintoístas.
Todo iba perfecto entre él y su familia hasta que cumplió los doce años, cuando su abuelo Takashi asistió a su escuela en forma sorpresiva. Lo primero que el señor Tsuyuri vio fue a su nieto participando con sus compañeros de clase en un juego de roles en el que él pretendía ser una especie de súper héroe con poderes mágicos. De ahí fue directo con la profesora de Yuki, quien lo felicitó por el impecable desempeño del niño. Aquella mujer hizo énfasis en dos de las habilidades más notables de su alumno: las ciencias exactas y su coordinación psicomotriz. Ella se atrevió a mencionar que Yuki podría ser un destacado bailarín o si se decidía por las ciencias, un prominente astrofísico. El abuelo Takashi sólo agradeció y regresó a casa, llevando a Yuki consigo. No llevaban ni dos pasos dentro cuando Yuki sintió el primer golpe. Volteó para ver a su abuelo sosteniendo una vara de madera y no pudo hacer otra cosa más que dejarse caer en el piso en posición fetal mientras recibía una paliza de la que no entendía razón. Sus padres salieron al escuchar los gritos de su hijo, pero no hicieron nada, sólo observaban atónitos cómo el niño era azotado.
Ese momento había quedado tan grabado en la mente de Yuki que a sus diecisiete años todavía tenía pesadillas con ello: su abuelo respirando agitadamente con un gesto hosco y blandiendo la vara en su mano.
―¿Súper héroes? ¿Estrellas? ¿Baile? ―espetaba el abuelo salpicando saliva―. ¿En eso has perdido todos estos años de estudios?
―¡Yo no dije que quisiera ser bailarín ni astrofísico! ―reclamó Yuki, ganándose un golpe más.
―¡Ni lo serás! ―el abuelo Takashi estaba realmente furioso―. ¿Crees que no te he visto perder el tiempo en esos tontos libros que tanto lees? Los sueños deben dejarse para la hora de dormir. Mientras estás despierto, debes trabajar como un hombre, y un verdadero hombre no se ocupa en juegos, estrellitas y bailes.
Editado: 12.09.2023