Sentimientos encontrados. Parte 1.

Autodefensas

Llegaron las vacaciones de verano y Haruto y Andrea tomaron un vuelo hacia México. Después de un par de trasbordos, llegaron al aeropuerto General Francisco Mujica, en la ciudad de Morelia. En la sala de espera le aguardaba un recio hombre moreno, algo robusto y musculoso. Sonrió al ver a Andrea y la abrazó con fuerza.

―¿Todo bien en el viaje? ―preguntó.

―Sí, gracias ―Andrea señaló a su acompañante―. Tío, él es Haruto, mi hermano adoptivo. Haruto, él es mi tío Ernesto, hermano de mi madre.

―Gusto en conocerte, muchacho ―el hombre tomó la maleta de Andrea―. Vamos, la familia les espera con mucha comida.

Se dirigieron hacia una camioneta un tanto maltratada. Dejaron las maletas en la parte trasera y entraron en la cabina para hacer el viaje hasta la propiedad de los Guerrero en la zona lacustre del estado de Michoacán.

Llegaron hasta una casa rodeada de campos agrícolas y corrales, en donde fueron recibidos por toda la familia. Haruto quizá hubiera esperado un recibimiento más cálido para Andrea, pero la única persona que la abrazó fue su abuelo Rutilo.

―Bienvenidos, muchachos ―dijo la abuela Mary―, deben venir hambrientos.

―Tu abuela hizo corundas, mole y tus tíos y yo matamos un puerco para hacer carnitas ―expresó su abuelo.

―¡Comeré hasta reventar! ―expresó ella con una enorme sonrisa.

Entraron a una casa rústica pero enorme. El comedor tenía una mesa de madera apolillada con gran cantidad de platones llenos de comida. A Haruto le fue evidente que esa familia no demostraba afecto con palabras ni caricias, sino con la comida, pues sus tíos le ofrecían a Andrea un plato tras otro, como si les preocupara que ella no hubiera sido bien alimentada en Tokio.

Una joven de la edad de Andrea le ofreció a Haruto un plato con pequeños bocadillos de maíz bañados en crema y una salsa hecha de jitomate, cebolla y chiles picados.

―Son corundas ―explicó la joven―, supongo que nunca las has probado.

―Espera ―Andrea llevó su mano al plato de Haruto, quitando los trozos de chile―, Haruto no está acostumbrado al picante.

―¡No manosees mi plato! ―se quejó Haruto―. Además, no soy tan débil. He probado esos guisados que haces con chile y soporto el picante sin problema.

―Está bien ―dijo Andrea alejando su mano del plato―, toma una cucharada de esa salsa y cómela. Si la toleras sin necesitar agua, te dejaré en paz.

Haruto frunció los labios y tomó una cucharada de la salsa que tenía no más de cuatro trozos de chile que acaso medirían dos milímetros cúbicos, llevó la cuchara a su boca y lo masticó. De inmediato sintió como si hubiera lumbre en su lengua, antes de que dijera nada, Andrea le acercó un vaso lleno de un líquido blanco.

―Toma ―le dijo―, bebe. ―Haruto tomó esa bebida hecha a base de arroz y leche y la tomó con desesperación.

―¿Qué clase de picante es este? ―se quejó.

―El chile no es cuestión de valor, sino de costumbre ―dijo Andrea―. Incluso yo que estaba acostumbrada a comer un chile serrano a mordidas, después de meses sin probar más que un par de jalapeños encurtidos, no aguanto mucho el picante.

―Y cuando no estás acostumbrado ―dijo otro de los primos de Andrea―, así como te arde a la entrada, te arderá a la salida, así que mejor no te arriesgues.

Al terminar de comer, Andrea dejó caer la cabeza hacia atrás sobre el respaldo de la silla.

―Come todo lo que quieras ahora que puedes, hijita ―dijo su abuelo alargándole otro plato con corundas.

―Gracias, pero no me cabe un bocado más ―expresó ella.

―Lo dicen como si creyeran que no la alimentamos bien ―gruñó Haruto.

―Deja que terminen las vacaciones y sabrás por qué ―dijo Andrea.

―Ven, Andrea ―dijo el abuelo Rutilo―, mostremos el rancho a tu amigo.

Don Rutilo era un hombre robusto, recio y con una mirada penetrante. Vestía ropa maltratada, pero limpia. Lo único sucio eran un par de sandalias de cuero y llanta, sumamente gastadas en sus pies cuarteados. Los guio por la propiedad, la cual era bastante grande. Tenían vacas pastando en un valle, siembras de maíz, hortalizas y un corral con aves autóctonas a un lado de un chiquero.

―¿Alguna vez has trabajado en un rancho? ―preguntó severamente.

―No ―dijo Haruto sin intimidarse―. Soy de ciudad.

―«P’os» prepárate ―el abuelo le miró con una sonrisa de sorna―, porque a partir de mañana te voy a traer en «chinga» ―y soltó una sonora carcajada.

―¿A… a qué se refiere? ―dijo Haruto, nervioso.

―No te asustes, muchacho ―dijo el abuelo―, va a ser muy cansado, pero vas a ver qué bonito es trabajar el campo. Hasta una tortilla te sabrá mejor cuando tú mismo coseches el maíz.

Regresaron a la casa. En un patio estaban tres primos de Andrea desgranando mazorcas de maíz y separando los granos por color.

―¿Qué te pareció el rancho? ―preguntó Javier, el mayor de ellos.

―Impresionante ―dijo Haruto―. Mañana me enseñarán sobre agricultura.




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