El resto del fin de semana el ambiente fue tan relajado que Haruto dejó ese pensamiento atrás. Eran días de descanso en el rancho y lo único a lo que todos ayudaban como familia, era a preparar la comida y a limpiar la cocina y el comedor. El sábado dedicaron la tarde a jugar videojuegos en una consola un tanto pasada de moda, era evidente que Andrea y muchos de sus primos hacían de ello una actividad familiar especialmente divertida, tanto que Haruto reía abiertamente ante cada ocurrencia que decían cuando alguno de ellos fallaba en algo. Llegó un momento en que se quedaron atorados en una fase un tanto complicada, y después de una gran cantidad de intentos, Haruto se acercó y tomó el control de las manos de Andrea. Ella quedó boquiabierta cuando en menos de un minuto, Haruto había logrado vencer el reto.
―¡Y eso que no te gustan los videojuegos! ―exclamó ella.
―¿Quién dijo que no me gustan? ―refunfuñó Haruto―. Que le doy prioridad a otras cosas, es muy distinto.
―¡Pues aquí esto es prioridad! ―exclamó uno de los primos mayores de Andrea―, así que vas a tener que entrar al juego para que nos ayudes con estos niveles que nos cuestan el alma librarlos.
Haruto no lo dudó, se iban turnando para tomar los 4 controles disponibles. Tenían la costumbre de hacer burla de quienes fallaban, gritaban entre risas cuando algún adversario les perseguía de cerca o incluso comenzaban a empujar o dar golpes no muy fuertes a quien fallara en algo demasiado simple. Haruto se sentía como pez en el agua, simplemente no fallaba en nada, y cada que le correspondía turno, ayudaba a que avanzaran en el juego. El serio y concienzudo adolescente no tardó en integrarse a las bromas, pasando una tarde especialmente divertida.
Pero no fue lo único divertido que vivió con ellos, la familia de Andrea solía usar algunas tardes para compartir juegos familiares o los fines de semana para paseos en los alrededores, en donde todos siempre terminaban riendo y bromeando. Haruto hizo conciencia que, por primera vez en su vida, estaba comportándose como un adolescente, sin temor a que nadie lo juzgara por ocupar su tiempo libre en divertirse. Ahora veía que su elevado intelecto era una carga muy pesada, la gente siempre esperaba mucho de él y, cuando Haruto llegaba a hacer algo de lo que hacían otros chicos de su edad, solía ser cuestionado, siempre recibiendo sugerencias de actividades de mayor utilidad en las que podría ocupar ese tiempo.
Una noche fue invitado a compartir una partida de cartas con la familia. El juego no tenía nada que ver con apuestas, era más bien una actividad algo infantil en la que la familia de Andrea se divertía más haciendo trampa que jugar honestamente y, ver el ingenio que usaban para engañar a los demás fue tan gracioso, que él terminó con la quijada dolorida de tanto reír.
Se fue a dormir con una sonrisa en los labios. Ya no le importaba qué tan gruñón pudiera ser el señor Guerrero, nunca se había sentido tan libre como en ese momento, comportándose como un adolescente normal.
Llegó el lunes y la rutina de trabajo se retomó. Era una mañana fría, y Haruto salió hacia el patio con las manos en sus bolsillos, buscando calentarlas. Uriel se acercó a él de forma misteriosa.
―Saca tus manos de tus bolsillos ―le dijo en lo bajo y se alejó. Haruto frunció el entrecejo, no tenía intención de sacar sus manos cuando no tenía ropa lo suficientemente abrigadora para una mañana como esa. La abuela Mary salió de la casa y su faz comúnmente tranquila, se tornó severa.
―¡Pero si para eso me gustabas! ―refunfuñó dejando caer con fuerza un cucharón que llevaba en la mano―, ¡esas manitas de ciudad! No sirven nada más que para estar en los bolsillos agarrándose los «huevos».
Haruto reaccionó de inmediato sacando las manos de sus bolsillos. Uriel se acercó a él con una sonrisa de sorna.
―Te lo dije.
Esta vez, Haruto no se sintió intimidado, por el contrario, comprendió a Andrea y sus primos, lo mejor era tomarlo con humor. A partir de ese día, cada que escuchaba que Andrea o cualquiera de sus primos era reprendido, él también reaccionaba apretando los labios para evitar reír de ellos.
El domingo siguiente el clima había mejorado, así que fueron hacia el lago de Pátzcuaro. Haruto pudo conocer el pueblo en la isla de Janitzio, un lugar que parecía atrapado en el tiempo. Por la tarde se sentaron en la plaza para comer un helado y la plática entre Haruto y los abuelos se centró en los planes de la familia de vender y abandonar el rancho. El abuelo Rutilo chasqueó la lengua.
―Ya no es sólo la inseguridad ―dijo con tristeza―. No hemos ni llegado a los cien años de la guerra de revolución y las condiciones de vida del campesino son cada vez más cercanas a las de ese entonces.
―Cuando yo era joven y Rutilo era mi pretendiente ―comentó la abuela Mary―, toda mi familia me aconsejó dejarme cortejar. “Él tiene tierras, no te faltará nada”. Y en parte tenían razón, comida, bendito sea Dios, no nos falta. Pero ya no es negocio.
―Hace unas semanas llegaron unos negociadores del departamento de agricultura ―el abuelo bufó―. ¡Malditos rateros! Querían darme sólo quince pesos por un costal de maíz. ¡Quince pesos! Meses desde el arado, la siembra, la cosecha, todo ese trabajo vale quince pesos para esos cabrones.
Haruto hizo cuentas en su cabeza, no equivalía ni a cien yenes. Era indignante, tanto trabajo que se llevó sólo la cosecha y todo para que esa gente no quisiera pagar ni cien yenes por todo un saco de maíz, era simplemente inadmisible.
Editado: 12.09.2023