Me encanta el aroma del chocolate caliente por las mañanas y el sabor del pollo con mayonesa en el pan. Mi abuela se levanta todas las mañanas antes que yo para preparármelo. Antes no se levantaba tan temprano, pero hoy el reloj marca las siete con treinta de la mañana porque es el primer día de clases del último año escolar. Tal como solíamos hacerlo el año pasado, Sofía llegó a mi casa justo a tiempo en su bicicleta.
—Ya me voy, mamá —desde pequeña solía decirle mamá o llamarla por su nombre. A pesar de que era mi abuelita, la veía y sigo viendo como mi madre.
—Que te vaya bien, querida —me respondió con ese tono de dulzura que la mayoría de las abuelas emplea al hablarle a sus nietos.
Salí por la puerta de atrás para agarrar mi bicicleta color turquesa. Durante el verano estuve trabajando como vendedora de ropa femenina para poder pagarla, así que la cuido como si fuera un tesoro. Me pongo el casco y la mochila, y me monto en la bicicleta. Saludo a Sofía con un choque de manos y partimos rumbo a la escuela. Un par de cuadras más adelante, vemos que Gabriel va saliendo de su casa. También tiene una bicicleta, pero no le gusta nada relacionado con el deporte. Él prefiere que su madre lo lleve en coche a la escuela.
—Buenos días, marica —le grita Sofía sin parar de pedalear. Me echo a reír cuando Gabriel le levanta el dedo del medio y le saca la lengua como un niño pequeño.
Somos amigos y vecinos hace dos años exactamente. Nos conocimos un primer día de clases, cuando Sofía llegaba a la escuela como una chica nueva y Gabriel estaba enamoradísimo de ella. No sé cuándo empezó nuestra amistad, me atrevería a decir que desde el principio, pero el chico tenía segundas intenciones con mi amiga. No fue hasta mitad de año, cuando se lanzó a darle un beso y la chica le respondió con una patada en el estómago. Si mal no recuerdo, en ese instante Gabriel dejó de perseguirla para que fuera su novia, y sólo se conformó con su amistad.
Sofía es mi chica favorita; atenta con sus amigos, rebelde, contestadora, amable con los abuelos y discapacitados, hambrienta la mayoría del tiempo, buscapleitos y deportista. Gabriel es todo lo contrario a ella; enamoradizo, tranquilo, simpático, nada deportista, amistoso con todos, romántico y pésimo estudiante. Nos lleva por un año, ya que repitió por culpa de sus calificaciones. Según él, estaba pasando por un momento muy complicado en su entorno familiar, pero nunca nos ha dicho qué ocurrió. Hay cosas que es mejor no confiarle ni a los amigos más cercanos, así que lo entiendo.
La escuela tiene tres pisos y ningún ascensor. Esta es la parte que más odiamos junto a Sofía, el subir escaleras luego de andar en bicicleta.
—Tengo pensadas muchas cosas para este año —comenzó a decir la chica mientras subíamos las escaleras—. Como es el último año, he hecho una lista.
Me entregó un papel con muchas oraciones, que antes tenían unos cuadros pequeños al principio de cada una. Dos de ellas estaban marcadas como realizadas; bajar cinco kilos y buscar a Valeria el primer día. Las demás oraciones se centraban en metas personales algo exageradas, relaciones amorosas y calificaciones en clases. Ahora que lo pienso mejor, creo que todos deberíamos tener una a lo largo del año.
—Me faltó agregar inscribirme al equipo de Voleibol femenino —prosiguió cuando ya casi llegábamos al salón—. Durante el verano escuché que Natalia estará en el equipo, y quiero hacerla pedazos. Irás a verme en los partidos, ¿no?
—Sólo si subes tus calificaciones. Necesitamos entrar en una buena universidad.
—Vamos, Val. Debes hacerlo, sino me enfadaré contigo. Debes estar en cada uno de los partidos.
Entramos al salón y Sofía corrió a guardar los asientos aún libres que estaban al final de la fila. Al lado de la mesa del profesor, mis compañeros habían enchufado un pequeño parlante, de donde sonaba música a todo volumen. Estaban divididos en grupos que bailaban, otros que cantaban, otros sólo tarareaban y los demás sólo disfrutaban el momento; como yo.
Cuando el profesor Erick llegó al salón, sólo le bajó el volumen a la música. Corrió el pequeño parlante a un lado, puso sus libros encima de la mesa y se paró al frente de la clase.
—Si pueden hacer sus deberes con música, podemos ponerla todos los días —sonrió. Era el profesor de matemáticas, de unos treinta años de edad, contextura delgada, alto y no muy guapo—. La mayoría ya me conoce y los que no, nos conoceremos mejor durante el año. Ahora, prepárense porque comenzaremos con la materia. Saquen sus cuadernos.