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Camus estaba sentado junto al escritorio, terminando una pequeña carta, cuando Hyoga entró apresuradamente en la cabaña.
—¡Maestro!— exclamó señalando hacia afuera— ¡Un hombre se acerca!— el aguador dejó el papel sobre la mesa, y se levantó con un suave movimiento para comprobar lo que decía.
Cuando salió, mientras Hyoga tomaba por trinchera las piernas de su maestro, Isaac estaba lanzándole bolas de nieve al intruso para “defender” su refugio.
—¡Vengo en paz!— gritó el hombre en ruso, y cuando se descubrió el rostro quitándose el gorro de nieve y la bufanda, Camus se dio cuenta que se trataba de Milo.
—¿Qué haces aquí?— preguntó confundido, frenando el brazo de Isaac, antes de que vuelva a disparar.
—Traje leña, comida, y dulces para estos dos…— Había hablado en griego, pero el único que entendía algunas palabras era Isaac.
—Dice que trae dulces…— murmuró el peli verde para Hyoga, quien sonrió. Entonces los dos niños se acercaron al escorpión, le tomaron por la ropa y comenzaron a jalarlo y empujarlo al interior de la cabaña.
Camus continuó mirando a Milo con confusión, pero cuando esté pasó a su lado, vio esa sonrisa en sus labios que le aceleró el corazón, por lo que tuvo que quedarse unos instantes afuera, para que nadie viera su sonrojo. Una vez adentro, observó que el bicho dorado estaba calentándose las manos junto al fuego, mientras sus discípulos hurgaban en el saco que el griego llevó hasta ahí.
El aguador miró a los dos niños y se preguntó si debería retarlos o usar esa distracción para preguntarle al bicho qué hacía ahí, sin embargo, cuando estaba por hacerlo, Milo lo rodeó con sus brazos en un contacto apasionado, aspirando el olor de la leña que ahora impregnaba la esencia de Camus.
El galo se quedó congelado, e intentó deshacer el contacto al considerar que sus pupilos podrían voltear; sin embargo, Isaac estaba metiendo la cabeza en el saco para hallar el botín y Hyoga estaba revisando otro de los paquetes.
—Te extrañé…— murmuró el griego sobre su cuello, erizando la piel ajena con su cálida voz. Camus tuvo que aferrar sus dedos a la espalda del otro al darse cuenta que podría derretirse en sus brazos con ese simple gesto.
Pero la felicidad entre ambos duró poco, porque Acuario se obligó a recomponerse mientras se hacía a un lado.
—Lo sé, tu preciada imagen…— bufó el escorpión para luego dirigirse a los dos niños.
Por supuesto que Camus moría de ganas por decirle que también lo extrañaba, mientras se fundían en esa arrebatadora pasión que solamente él podía despertarle; pero no podía hacerlo delante de sus pupilos. Tenía una imagen que mantener, después de todo.
Suspiró mientras colocaba los dedos sobre su pecho e intentaba calmar sus propios latidos.
Aprovechando los regalos de Milo, y su visita repentina, decidió que era hora de preparar la cena, así que fue a la mesa donde los niños habían vaciado el botín, y tomó algunas cosas para cocinar, llevándolo todo a la otra mesa junto a la cocina.
Algo cayó al suelo, y por reflejo, Camus se agachó para mirar bajo la mesa, encontrándose un tomate junto a la pata de la silla. Estaba un poco lejos para tomarlo desde ahí, así que se puso a gatas sobre el piso de madera, avanzando un poco para tomarlo entre sus dedos, cuando se topó con Milo, quien también se había metido ahí.
Entonces lo entendió: el tomate no cayó solo. El tomate era un señuelo.
Iba a protestar, cuando sintió que el griego lo tomaba suavemente por el mentón, acercando su rostro varonil con esos labios que demandaban su atención, y que alimentaban la sed por él…
Cerró los ojos tentado, hambriento e incluso desesperado…
—¡Maestro, Isaac se comió mi chocolate!— gritó Hyoga yendo hasta la mesa. Debido al susto, Camus se irguió y se golpeó contra esta.
—¿Qué están buscando?— preguntó el peli verde apareciendo cerca de ellos con la boca manchada por el cuerpo del delito. Milo soltó una carcajada, mientras Camus disimulaba.
—Tengo otro chocolate…— le dijo al ruso saliendo de ahí. Isaac fue tras ellos con la esperanza de conseguir uno también, dejando solo al galo bajo la mesa adolorido y ligeramente decepcionado…
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Cuando llegó la noche, los niños se quedaron dormidos en el piso, sobre la alfombra, porque Milo y ellos habían jugado luchas después de cenar.
—Debes estar cansado—. Le dijo Camus mientras le pasaba una taza de chocolate caliente. Milo la recibió con una pequeña sonrisa, sin embargo, no contestó de inmediato, calentándose con el sabor suave y dulce de la bebida.
—Estoy más enamorado…— Declaró mirando a Camus con esos profundos ojos azules.
El acuariano sintió una descarga eléctrica punzando en el fondo de su estómago, por lo que frenó un deseo implacable por decirle que fueran a la habitación.
Milo dirigió su atención a los niños y sonrió.
—Entiendo por qué no me escribes.
—¿Por eso viniste?
—Quería pulir mi ruso—. Se alzó de hombros. Camus agradeció que no pronunciara una declaración de amor cursi, o no podría controlarse.
—Gracias por…
—Shhh… ni lo menciones, Camus. Para eso son los “amigos”.
“Eres más que un amigo…”, pensó el galo asintiendo en silencio.
Bebió la taza de café que traía en sus propias manos, y la dejó a un lado mientras se acomodaba para mirarlo; abrió la boca para decir algo, pero Milo se acercó a él y le dio un beso en los labios, tan suave y tan ligero, que cuando se alejó, Camus sintió que no podría vivir dejando “eso así”; por lo que, tomando el segundo señuelo, colocó los dedos sobre el pecho ajeno, y lo jaló con la intención de besarlo, cuando Isaac rompió el silencio con un grito.
Asustados voltearon a verlo, descubriendo que Hyoga le pegó un manotazo en la cara mientras dormía.
El galo exhaló con cansancio, pensando que tendría que esperar al menos cinco o seis años para quedar totalmente libre y sin interrupciones.