La primavera lleva instalándose desde hace semanas, entre lluvias y días soleados ventosos mi estado de ánimo varía.
Es miércoles y no estás acá para preparar la cena juntos. Era el momento de la semana que más esperaba. Amanecía con ilusión y una energía que no presentaba ninguno de los otros días. Era el día en que te tenía para mí al salir de la Universidad.
Mis amigos presentaban signos de celos, pero los ignoraba. Carecían de una relación como la nuestra, por lo tanto, desconocían por qué la felicidad era tal que solía distraerme de las clases matutinas.
Era el primero en dejar la clase cuando el profesor anunciaba que la hora había acabado. Ansiaba llegar a casa para preparar la cena que había pensado desde el momento en que cruzabas el umbral la semana anterior para dejarme hasta la próxima.
Muchas veces me preguntaste si no me molestaba que no me ayudaras. ¿Cómo podía enojarme? Cuando tu compañía era lo único que llenaba mi soledad. Cocinar mientras te sentabas en la mesa a pintarte de las uñas de dos colores diferentes porque asegurabas que era imposible elegir solo uno. Generalmente, esos colores variaban en tonos rosados. Te gustaba los colores pasteles, especialmente el rosa. A mí me gustaba cómo te sentaban los colores pasteles, especialmente el rosa. Las tonalidades me recordaban a la primavera; a los días soleados cuando las flores por fin se abrían paso, dejando el invierno atrás.
Ahora recibo la primavera solo, cocinando para una persona mientras los esmaltes rosados permanecen guardados en el cajón de la sala. Por más que no los vea, sé que están ahí. Por más que no te vea, tu fantasma se encuentra sentado en la mesa y, cuando giro a verlo, luce como la última vez que te vi. Con el cabello recogido en un rodete, sin ningún rastro de maquillaje, ojeras prominentes por el cansancio del estudio, y una remera roja que habías tomado de mi ropero.
Quiero preguntarte qué fue lo que pasó entre nosotros, pero en lugar de hablar volteo hacia la sartén para asegurarme que no se queme la comida. Prometí que dejaría de derrochar alimentos.
Puede que ese haya sido uno de mis defectos más grandes: preferir el silencio. Nunca fui bueno expresando mis sentimientos. Elijo no pensarlos, no analizarlos y mucho menos vociferarlos. Si me mantengo callado, pronto se desvanecerán. Vos preferías hablarlo, y podía sentir cómo te frustrabas cada vez que no respondía a tus pedidos, cada vez que debías esperar a que pasaran las horas para hablar del tema porque me conocías y sabías que, de querer hacerlo en el momento, yo construiría paredes tan altas que serías incapaz de saltarlas.
Me pregunto si te di mucho trabajo.
Me pregunto si él construye puentes por vos.
Cuando te conocí, no esperaba que te volvieras tan importante para mí. Hacía más de tres años que no esperaba por el mensaje de alguien, por hablarle o verle la cara. Más de tres años que mis sueños carecían de una persona que conociera en este plano y que esa persona fuera capaz de ponerme nervioso tanto en la realidad como en la fantasía.
Me pregunto si te pasaba lo mismo.
Me gusta creer que sí. Me gusta imaginar que vos también mantenías el celular cerca para no perderte mis mensajes o que contabas los días, las horas y los minutos que faltaban para volver a vernos. Expresabas que me querías, y mucho...
Me enseñaron que las palabras se las lleva el viento, nadie me advirtió que a las personas también.
Cuando decidiste romper conmigo no supe cómo reaccionar. Era demasiado tenerte sentada en la misma mesa donde semanas atrás comentabas sobre lo atractivo que me veía de espaldas cocinando, un comentario que hiciste solo para verme avergonzado. Desconozco de dónde obtuviste tal poder.
Me dijiste que necesitabas un tiempo, porque yo no te daba lo que estabas buscando. Te pregunté qué era. Responsabilidad, dijiste.
—¿Responsabilidad de qué tipo estás buscando? —pregunté. No comprendía a qué te referías.
—Afectiva.
Me reí. Fue lo único que pude hacer. Pasabas mucho tiempo en tu celular, todo el mundo hablaba de esta «responsabilidad afectiva» y, claramente, se te había metido en la cabeza.
—¿De qué te reís?
—De las boludeces que leés, ¿no te das cuenta?
—No se te puede decir nada —murmuraste. Te pusiste de pie y me dejaste. Cruzaste la puerta para no volver. Aquella noche, no tenías intenciones de quedarte. Y yo, no tenía intenciones de salir a buscarte.
Ahora me arrepiento.
De haberte alcanzado, de haberte pedido que te quedaras conmigo, que lo habláramos, ¿te hubieras quedado? ¿Estarías en este miércoles primaveral conmigo en lugar de con el otro?
«El otro», como lo llamo en mi cabeza, el amigo que conociste hace un año, ¿cuánto tiempo estuvo esperando que nosotros termináramos? ¿Fue él quien te llenó la cabeza para que me dejaras?
Aparto esta pregunta. Impido que mi cerebro me lleve por un mal camino. Desde que me dejaste, aprendí el arte de la retrospección y sé que el culpable de todo fui yo. Sé qué era lo que necesitabas porque me lo comunicaste varias veces, en tus silencios, en tus expresiones, en tu miedo por manifestar tus inquietudes sobre nuestra relación.
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Editado: 04.04.2022