Es jueves, son las dos de la tarde. Estoy tapada de papeles en la oficina; Paula dejó muchas cosas sin hacer y me toca a mí arreglar todo. Por suerte no es difícil, pero con los nuevos planes de la empresa me retraso. Llevo un poco menos de la mitad, lo que seguro me llevará todo el día y la noche para finalizar, y así mañana poder meterme de lleno en los proyectos por venir. Sigo metida en mi trabajo cuando siento que golpean la puerta.
—¡Adelante! —digo sin apartar la vista de los papeles.
—Permiso, Alexandra. Supuse que estabas tapada de trabajo y que por eso no saliste ni a almorzar —me dice Juani, una de mis compañeras.
Levanto la mirada y la veo sonreírme con un sándwich en la mano.
—Espero no te moleste, pero te traje algo para que comas. Te va a dar un poco más de energías —se acerca y lo deja en el escritorio.
—¡Oh, Juani! No sabes lo feliz que me haces —estiro mi mano para tomar el sándwich—. Morir de hambre no está en mis planes hoy —le doy un gran bocado mientras me reclino hacia atrás en mi silla.
—No te quedes hasta tarde, Alex. Sé que puedes terminar con todo, pero no olvides descansar, ¿sí?
Me regala una sonrisa y me deja sola en la oficina. A decir verdad, siempre fuimos muy compañeras entre nosotras. Cuando ella necesitaba algo, yo la salvé muchas veces, y ella a mí en otras ocasiones. No somos amigas, pero sí somos de la clase de compañeras que se ayudan mutuamente.
Termino de comer y me estiro un poco. Me levanto para estirar las piernas y me centro en la vista que tiene la oficina, en cómo el clima frío se siente aun estando dentro con la calefacción. Desearía estar tirada en mi sillón tapada con la manta de mi madre. Es un gran plan, pero debo seguir con el trabajo; ya luego el fin de semana podré hacerlo.
Conforme pasan las horas, miro mi reloj y marcan las ocho de la noche, cuando la salida de la oficina es a las cinco de la tarde. Pero finalmente terminé todo. Espero llegar a mi casa y descansar la vista del ordenador; debería buscar mis lentes para descansar la vista. Estoy conforme con el trabajo, pero me gusta quejarme porque el aire es gratis. Salgo de mi oficina y voy camino al ascensor. Cuando llega, voy directamente al estacionamiento. Cuando me acerco, veo una mujer parada junto a mi auto. Cuando me doy cuenta de quién es, pienso que nada más podría arruinar mi momento de paz.
—Alexandra, ¿cuánto más ibas a tardar en salir, por Dios? —me dice a modo de queja—. ¡Qué gusto verte, prima querida! —se acerca a mí dándome un abrazo al cual yo me resisto y me aparto.
—¿Qué haces aquí, Casandra? —mi semblante se torna serio.
—¿Qué? ¿Acaso no puedo visitar a mi prima preferida? —se ríe de tal manera que piensa que voy a creerme ese cuento.
—Viniendo de ti, es imposible.
—¿Por qué dices eso, Alexandra? ¿Acaso no eres mi prima favorita? —toca su pecho fingiendo estar ofendida por mi comentario.
—Primero, porque no soy tu prima favorita; solo vienes a mí cuando quieres algo. Dime qué quieres; quiero ir a mi casa a descansar. Tuve mucho trabajo.
—Bien. Necesito dinero; mi madre se enfermó, así que es tu deber como sobrina el ayudarme, y ayudarla a ella.
—¿De verdad? ¿Es mi obligación? ¿Y tu obligación como sobrina? ¿Y su obligación como hermana? ¿Dónde estaban cuando mi madre enfermó y necesitábamos ayuda? ¿Dónde estaban cuando necesitaba que alguien la cuidara mientras trabajaba para pagar los medicamentos que ella necesitaba para su enfermedad? Todos ustedes la abandonaron; nadie se apiadó de su dolor. No puedes venir aquí y decirme que es mi obligación cuando sabemos perfectamente que no lo es. ¿Acaso probaste con trabajar y guardar dinero, o solo piensas seguir gastándolo en tus propios beneficios?
—Por eso mismo, tú tienes dinero y tu deber... —no la dejo terminar de hablar.
—Escucha, Casandra: no voy a darte un maldito centavo. No me corresponde hacerme cargo de nada; no voy a ayudarlos. Y si tu madre enfermó, lo siento mucho por ella y espero que no corras con la misma suerte que yo, porque a diferencia de ti, yo supe ser buena hija; supe ayudar a mi madre. No fui egoísta y pensé solo en mí. Créeme, cuando tu madre muera, solo así vas a entender lo que es el dolor de perder a la persona que más amas en el mundo —la miro a los ojos mientras me acerco más a ella—. Si es que alguna vez amaste a tu madre. Ahora vete, ya te dije lo que debía. No vuelvas a buscarme —la aparto sutilmente de la puerta, subo a mi auto, dejo el bolso y arranco para finalmente irme a descansar. Fue un día largo y esto terminó de agotar la poca energía que me quedaba del día.
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Llego a mi departamento y me tiro en el sillón. No puedo creer la cara dura de mi prima al venir a exigirme algo cuando yo no soy la que debería hacer nada por ellos. Fueron ellos los que abandonaron a mi madre cuando estuvo enferma, cuando estaba muriendo, cuando el dolor era insoportable. Nadie sabe lo que pasamos las dos; nadie sabe el dolor que me generó su partida, cómo modificó mi vida el hecho de no tenerla, no escuchar su voz, de no sentir el aroma de sus comidas o simplemente una caricia. Nadie comprende lo que pasó por mi mente, cómo busqué la manera de terminar con mi vida. Nadie entenderá nunca lo que ella era para mí, y ninguno estuvo para ella, así como yo no pienso estar para nadie de ellos. Seré rencorosa, sentiré rechazo, pero solo lo soy con las personas que no merecen mi lado bueno. Jamás van a sacarme algo que no les corresponde.
Me despierto a la madrugada cuando escucho el sonido de un libro caer del librero. Miro a mi alrededor, confundida. ¿En qué momento llegué hasta la habitación? Debo caminar dormida; no hay otra explicación para esto. Me levanto arrastrando los pies para cepillar mis dientes, sin hacer mi rutina nocturna. Solo me voy al closet y me pongo mi pijama. Cuando finalizo, me meto en la cama nuevamente, mirando por la ventana el cielo lleno de estrellas, cómo la luz de la luna entra por mi ventana, y yo solo puedo pensar en ella. Lo hago hasta quedarme dormida profundamente, sumergida en un sueño relajante y renovador. El día de mañana debería ser un día muy productivo, y así será.
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Editado: 09.09.2025