Los días habían transcurrido con sorprendente normalidad. Entre libros, música y juegos de mesa, habíamos creado un pequeño universo compartido. Algo íntimo. A veces, al observar a Zacarías mientras intentaba "aprender" las reglas de algún juego, sentía que había más intención en su aparente torpeza, como si disfrutara de que yo le explicara. En otras ocasiones, sus silencios, siempre tan atentos, parecían guardar respuestas que yo no lograba alcanzar.
Esa tarde no fue diferente. Estábamos en el salón. El suave sonido de alguna de mis canciones favoritas llenaba el ambiente. Cerré el libro que tenía en las manos, pero no fue el final de la historia lo que me dejó pensativa, sino la pregunta que desde hacía días latía en mi mente. No podía callarla más.
Giré hacia el, quien parecía haber estado observándome, como tantas veces. Me aclaré la garganta.
—Zacarías, ¿puedo preguntarte algo? —dije, intentando sonar casual, aunque el nudo en mi pecho traicionaba mi tranquilidad.
Asintió ligeramente, con esa calma que a veces me desconcertaba, mientras cerraba su libro.
—Todo esto... —hice un gesto vago, abarcando el espacio entre nosotros, los días que habíamos compartido—. Lo que hacemos, lo que compartimos, ¿qué significa? ¿Qué somos?
Su mirada no se apartó de la mía. Pasaron unos segundos, o tal vez fueron minutos, hasta que finalmente respondió.
—¿Qué quieres que seamos?
La pregunta cayó como un eco que rebotó en mi interior. No sabía qué quería. Tal vez había esperado una respuesta clara, definitiva, que me librara de la duda. Pero en lugar de eso, me la devolvía.
—No lo sé —admití en voz baja—. Es decir, siento que hay algo. Algo que no entiendo del todo, pero que está ahí. Como si... como si todo tuviera sentido de repente cuando estamos juntos, aunque no sé por qué.
Él inclinó la cabeza ligeramente, como si considerara mis palabras con una seriedad inesperada.
—¿Eso te inquieta? —preguntó.
—No exactamente. Solo me hace preguntarme si tú también lo sientes. O si es algo que solo está en mi cabeza.
Una leve sonrisa curvó sus labios, una que no pude descifrar. Sus ojos, profundos como siempre, parecían contener algo más allá de lo evidente.
—Alexandra... —su voz era suave, como si eligiera cuidadosamente sus palabras—. No todo tiene que ser entendido o definido. A veces, lo que sentimos basta.
Fruncí el ceño, no porque no estuviera de acuerdo, sino porque no estaba acostumbrada a dejar que las cosas simplemente "fueran".
—Pero... si no lo entendemos, ¿cómo sabemos si es real? —insistí.
Él se inclinó un poco hacia mí, y la intensidad en su mirada me hizo contener la respiración.
—¿Lo sientes? —preguntó con calma.
—Sí.
—Entonces es real.
Su respuesta era tan sencilla que casi me molestó. Pero al mismo tiempo, había algo reconfortante en su manera de abordar las cosas. Tal vez no necesitaba tener todas las respuestas en ese momento. Tal vez él tenía razón. Podía simplemente sentirlo.
Dejé escapar un suspiro y asentí, aunque sabía que eso no resolvería todas mis preguntas.
—Está bien. —La verdad, no estaba del todo segura de lo que aceptaba, pero sentí una pequeña paz al decirlo.
Él sonrió otra vez, y aunque no sabía exactamente qué éramos o en qué nos convertiríamos, sentí que esa conversación, ese instante, era un comienzo.
Más tarde, me ofrecí a enseñarle a cocinar algo sencillo. No porque él fuera a comerlo, sino porque parecía interesado en entender mis rutinas. Nos encontramos en la cocina; yo con las manos cubiertas de harina y él, siguiendo mis instrucciones con una precisión que me hacía sonreír. En un momento, noté cómo se detenía a observar mis gestos, casi más interesado en mí que en la receta misma.
Le había propuesto hacer galletas, algo sencillo que pudiera enseñarle mientras él me observaba con ese interés que siempre parecía acompañarlo. Me sorprendía lo dispuesto que estaba a participar en algo que, en teoría, no tenía sentido para alguien como él.
—Tienes que mover la masa con más firmeza —dije mientras lo miraba—. Así no se te pegará tanto en las manos.
Él asintió, concentrado, aunque no pude evitar reír un poco al notar cómo sus dedos terminaban cubiertos de harina, creando un contraste casi cómico con su habitual calma y perfección. Parecía tan fuera de lugar y, a la vez, tan completamente presente.
—¿Así? —preguntó, intentando seguir mis movimientos.
—Más o menos —respondí con una sonrisa—. No te preocupes, todos nos embarramos en esto.
Mientras hablaba, no podía evitar fijarme en él. Había algo extrañamente encantador en la forma en que se desenvolvía en la cocina, con la camisa arremangada y un pequeño rastro de harina en su mejilla. Era como si la escena desentonara completamente con quien imaginaba que era, y aún así encajaba perfectamente. Me descubrí pensando en lo guapo que se veía en ese momento, aunque intenté apartar la idea rápidamente de mi mente. Fue inútil.
Entonces, sucedió algo que me hizo contener el aliento. Zacarías sonrió, pero no una sonrisa cualquiera. Era una de esas que parecían surgir de algún conocimiento profundo, como si supiera exactamente en qué estaba pensando. Sacudí la cabeza, descartando la idea como una tontería. Después de todo, eso no era posible... ¿o sí?
—¿En qué piensas? —preguntó, y su tono, aunque casual, contenía esa curiosidad.
Me sentí atrapada. Era como si sus palabras confirmaran mis sospechas y, al mismo tiempo, me desafiaban a admitirlo. Decidí tomar la salida fácil.
—En la masa —mentí con torpeza—. Es más pegajosa de lo que recordaba.
Zacarías levantó una ceja, claramente divertido por mi respuesta, pero no insistió. Me devolvió la mirada con una suavidad que no había esperado, como si respetara mi espacio, aunque supiera la verdad.
—La próxima vez, la harina será tu aliada —dijo con ese tono tranquilo que siempre parecía contener una profundidad que no alcanzaba a entender.
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Editado: 09.09.2025