A veces, me cuesta recordar cómo eran mis días antes de que Zacarías estuviera aquí. No porque el pasado haya desaparecido, sino porque ahora cada momento tiene una intensidad que antes no entendía. Incluso las cosas más simples, como preparar el desayuno o caminar por la sala, parecen diferentes cuando él está cerca.
Esta mañana, mientras me servía una taza de café, lo encontré sentado en el sofá, mirando el teléfono que le había regalado hace unos días. Su postura era relajada, pero había algo en su expresión, en esa forma concentrada de observarlo, que me hizo detenerme. Me apoyé contra la mesa, estudiándolo por un momento. Había algo en él que siempre lograba atraparme. Su calma, su forma de moverse como si todo el tiempo del mundo estuviera a su disposición.
—¿Ya entendiste cómo usarlo? —pregunté, mi tono ligero mientras daba un sorbo al café.
—Estoy intentando —respondió sin levantar la mirada, su voz baja pero tranquila—. Hay demasiadas cosas aquí.
Sonreí, dejando mi taza a un lado antes de caminar hacia él. Me senté junto a su lado y me incliné para mirar la pantalla.
—Te dije que los teléfonos son útiles, pero también pueden ser abrumadores al principio. Dame, te enseño.
Extendí una mano para tomar el dispositivo, pero él lo sostuvo un momento más, sus ojos encontrándose con los míos. Había un brillo en su mirada, como si estuviera buscando algo más en mí que una simple explicación.
—Es curioso —dijo finalmente—. Las personas necesitan tantas herramientas para estar conectadas. Tantos dispositivos, tantas palabras.
—Supongo que es parte de ser humano —respondí, encogiéndome de hombros—. Nos gusta sentirnos cerca de los demás, incluso cuando no podemos estar físicamente juntos.
—¿Y tú? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia mí—. ¿Necesitas esto para estar cerca de mí?
Su pregunta me tomó por sorpresa. Quise responder de inmediato, pero algo en su tono me hizo detenerme. Pensé en las veces que había deseado llamarlo desde el trabajo, en la tranquilidad que me daba saber que podía escuchar su voz aunque estuviera lejos.
—Creo que sí —admití finalmente, bajando la mirada hacia el teléfono—. Pero no es sólo por el teléfono, Zacarías. Es por ti. Hay algo en ti que me hace querer estar cerca todo el tiempo.
El silencio que siguió no fue incómodo. Al contrario, fue como un espacio lleno de palabras que no necesitaban decirse. Él dejó el teléfono sobre la mesa y se giró hacia mí, su mirada fija en la mía.
—¿Alguna vez te preguntas por qué me siento tan... fuera de lugar en tu mundo? —preguntó de repente.
La pregunta fue como un ligero roce en mi pecho, despertando algo que no sabía que estaba allí. Mi mente comenzó a trabajar, buscando respuestas, pero no encontré ninguna que pudiera darle. En lugar de eso, me incliné un poco más hacia él, colocando una mano sobre la suya.
—No siento que estés fuera de lugar —respondí, mi voz baja pero firme—. Siento que encajas perfectamente aquí, conmigo.
Sus labios se curvaron en una leve sonrisa, esa que siempre parecía guardar un millón de secretos. No dijo nada más, pero su mirada pareció suavizarse, como si mis palabras hubieran sido suficientes, al menos por ahora.
La conversación terminó ahí, pero el día continuó con pequeños momentos que, aunque simples, parecían cargados de significado. Desde una caminata juntos por el parque hasta sentarnos en la cocina mientras cocinaba algo sencillo, cada instante se sentía más vivo porque él estaba allí.
Aún había preguntas que no podía responder, misterios que rodeaban a Zacarías y su forma de ser. Pero por ahora, decidí no preocuparme por ellos. Había aprendido que algunas cosas no necesitaban ser entendidas de inmediato. Podía simplemente dejarme llevar y disfrutar del presente.
El regreso a casa fue tranquilo y lleno de risas. La brisa fresca de la tarde nos acompañaba mientras Zacarías y yo caminábamos juntos por las calles casi desiertas. Me sentía ligera, como si los días a su lado hubieran borrado todas las preocupaciones que solían pesar en mis hombros. Él me hacía preguntas curiosas sobre la ciudad, sobre mi día en el trabajo, y aunque sus palabras siempre eran pocas, tenían un impacto profundo.
—¿Sabes? —dije en un momento, señalando un viejo café en la esquina—. Solía venir aquí con mi mamá los domingos. Siempre pedíamos lo mismo: un café para ella, y un chocolate caliente para mí.
Zacarías inclinó ligeramente la cabeza, como si absorbiera cada detalle.
—Debe haber sido un lugar especial para ambas —respondió, su voz baja pero cálida.
—Lo era. —Sonreí, aunque había un toque de melancolía en mi respuesta.
Justo cuando la silueta de mi edificio comenzó a aparecer al final de la calle, sentí un cambio en el aire, una especie de tensión que no estaba allí antes. Al principio, no entendí qué era, pero cuando levanté la mirada, la vi. Casandra. Estaba parada frente a la entrada de mi departamento, los brazos cruzados y una expresión que podía describirse como cualquier cosa menos amigable.
Mi cuerpo se tensó de inmediato, y las risas que habían llenado el aire momentos atrás se desvanecieron. Zacarías, como siempre, pareció notar el cambio sin que yo dijera nada. Su mirada pasó de mí a Casandra, y luego se quedó en silencio, observando.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté, mi tono más frío de lo que esperaba mientras nos acercábamos.
—Vine a hablar contigo, Alexandra —respondió, sus palabras llenas de una ira contenida—. Parecía ser la única forma de encontrarte, ya que no respondes mis llamadas.
—Porque no tengo nada que decirte —repliqué, manteniendo mi distancia mientras cruzaba los brazos. Podía sentir la mirada de Zacarías en mí, pero no me moví.
Casandra dio un paso hacia adelante, su expresión endureciéndose.
—¿Nada que decirme? —repitió, su voz subiendo un tono—. ¿Después de todo lo que está pasando con mi mamá? ¿De verdad vas a ignorarnos como si no fuéramos nada para ti?
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Editado: 09.09.2025