Sesiones en la Oscuridad

Capítulo 1: El Caso

El tictac del reloj de pared era el único sonido en la oficina de la doctora Diana Albornoz, acompañado por el murmullo lejano de las conversaciones en los pasillos del hospital psiquiátrico. Había terminado su última sesión del día, un caso rutinario que no le había dejado más que las notas necesarias para su informe. Guardó los papeles en una carpeta, cerró su computadora y se recostó en el respaldo de su silla. Otro día monótono.

El sonido de su teléfono interrumpió la calma. La pantalla mostraba el nombre del director del hospital, el doctor Arturo Báez.

—Doctora Albornoz, necesito verla en mi oficina de inmediato— dijo él, sin preámbulos.

Diana frunció el ceño. La urgencia en su tono era inusual. Recogió su bata y salió hacia el despacho del director, ubicado al final del pasillo principal.

Cuando entró, Báez estaba revisando un expediente grueso con las cejas fruncidas. Alzó la mirada al verla y le hizo señas para que tomara asiento.

—Tenemos un caso excepcional, Diana— empezó, deslizando el expediente hacia ella. —Matías Rivas. Veintinueve años. Confesó ser el autor de una serie de desapariciones y posibles asesinatos en la región. Pero aquí está lo curioso: no hay pruebas concretas.

Diana hojeó el expediente rápidamente. Las primeras páginas contenían informes policiales y declaraciones de testigos, pero nada contundente. Solo indicios, coincidencias.

—¿Por qué yo?— preguntó, dejando el archivo sobre el escritorio.

—Rivas ha rechazado hablar con cualquier otro profesional. Pero cuando mencionamos tu nombre, aceptó de inmediato. Dice que solo hablará contigo.

Diana sintió un escalofrío recorrerle la espalda. ¿Por qué alguien como él conocería su nombre?

—¿Lo aceptas?— preguntó Báez, clavando sus ojos en ella.

Diana dudó por un momento, pero asintió. Este era el tipo de casos que había elegido enfrentar cuando decidió especializarse en psicología forense.

La primera sesión fue programada para el día siguiente. Diana se preparó mentalmente, repasando las notas del expediente una vez más. Rivas había sido encontrado en un motel, sentado tranquilamente junto a una pared cubierta de sangre que no era suya. Sin embargo, las pruebas de ADN no lograron vincularlo a ningún crimen.

Cuando finalmente lo vio en persona, Diana no pudo evitar sentirse intrigada. Matías Rivas no lucía como un asesino. Era alto y delgado, con el cabello despeinado y una expresión calmada, casi apática. Sus ojos oscuros la observaron con una intensidad que la incomodó.

—Así que tú eres la doctora Albornoz— dijo él, esbozando una sonrisa leve mientras se sentaba frente a ella. —Tenía curiosidad por conocerte.

Diana mantuvo su profesionalismo, anotando mentalmente su actitud relajada y confiada.

—Matías, ¿podrías decirme por qué pediste hablar conmigo?— preguntó, evitando las introducciones habituales. Sabía que con pacientes como él, la confrontación directa solía dar mejores resultados.

Matías inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera evaluándola.

—Porque tú entiendes lo que significa el verdadero dolor. No como esos otros doctores que creen que las emociones son solo datos— respondió, mirándola fijamente.

Diana sintió que la respiración se le aceleraba. Había algo inquietante en su tono, como si supiera algo que no debería.

—Hablemos de ti— dijo ella, recuperando la compostura. —Mencionaste que habías cometido ciertos crímenes. ¿Qué te motivó a hacerlo?

Matías se reclinó en la silla, como si estuviera a punto de contarle un secreto importante.

—No es motivación. Es necesidad. Hay algo que sucede cuando eliminas a alguien de este mundo. Es… ¿cómo decirlo? Como si el universo se reordenara. Pero tú ya sabes eso, ¿cierto?

Diana frunció el ceño. Su corazón latió con fuerza, pero se esforzó por no mostrar reacción alguna.

—¿Qué quieres decir con eso?— preguntó con un tono calmado.

Matías sonrió ampliamente, como si acabara de ganar una partida.

—Digamos que me gustan las personas con secretos. Hace que las sesiones sean más… interesantes.

El silencio se volvió pesado, opresivo. Diana lo interrumpió cambiando de tema, intentando retomar el control de la conversación. Sin embargo, las palabras de Matías se quedaron flotando en su mente mucho después de que la sesión terminara.

Esa noche, cuando llegó a casa, encontró un sobre en su buzón. No tenía remitente. Dentro, había una fotografía de su infancia, tomada el día que su hermana menor había desaparecido.

Diana sintió que el aire se volvía pesado. Esa fotografía había estado guardada en una caja en el desván durante años. Nadie, absolutamente nadie, debería tener acceso a ella.




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