Diana estacionó frente a la casa de su infancia, esa que había evitado durante tanto tiempo. Su fachada lucía desgastada por el paso de los años, con pintura descascarada y ventanas polvorientas. A pesar del abandono, algo en el aire le pareció inquietantemente familiar. Tomó aire y empujó la puerta de entrada, que cedió con un chirrido agudo.
El interior estaba vacío, pero cada rincón parecía susurrar secretos. Recordó las noches jugando con Clara, el olor del pan horneado los domingos y el crujir de las tablas bajo los pies de su padre. Caminó hasta el jardín trasero, donde el viejo roble seguía en pie, como un guardián silencioso de un pasado que ella había intentado olvidar.
Se detuvo frente al árbol, sus dedos temblando al pasar sobre la corteza rugosa. La nota mencionaba "debajo del roble". Sin embargo, no había ninguna señal evidente de lo que buscaba. Inspiró profundamente y comenzó a cavar con una pala que había encontrado en el cobertizo. Cada golpe contra la tierra removía no solo el suelo, sino también recuerdos enterrados. La risa de Clara, su voz cantando canciones infantiles... y luego el silencio.
Tras unos minutos, la pala chocó con algo duro. Un escalofrío recorrió su espalda. Se inclinó y comenzó a retirar la tierra con las manos, descubriendo una vieja caja de madera. Estaba sellada, pero el tiempo había debilitado las bisagras. Con un esfuerzo final, logró abrirla.
Dentro había un conjunto de objetos que parecían insignificantes al principio: una pulsera infantil, un mechón de cabello envuelto en papel y una fotografía. Diana tomó la imagen con cuidado. Mostraba a Clara y a ella frente al roble, pero había algo que no recordaba: una sombra al fondo, alguien que observaba desde la distancia. El rostro era indistinto, pero la sensación de peligro era palpable.
De repente, un ruido tras ella la sobresaltó. Se giró rápidamente, su corazón latiendo desbocado. Una figura estaba de pie en el límite del jardín. Era Matías. Su expresión era ilegible, pero sus ojos estaban clavados en la caja que Diana sostenía.
—¿Qué haces aquí, Diana? —su voz era tranquila, demasiado tranquila.
—Debería preguntarte lo mismo —respondó ella, intentando ocultar su nerviosismo.
Matías dio un paso hacia ella, sus manos en los bolsillos.
—Esto no es un juego. No sabes en qué te estás metiendo.
Diana sintió una oleada de ira y miedo. —¿Qué es esto, Matías? ¿Por qué está esta caja aquí? ¿Qué tiene que ver contigo?
—Ya has visto demasiado —dijo él, su tono ahora más frío. Antes de que pudiera reaccionar, Matías avanzó hacia ella. Diana retrocedió, sosteniendo la caja con fuerza.
—¡No te acerques! —gritó, y sintió su espalda chocar contra el roble.
Matías se detuvo, sus ojos oscuros llenos de una mezcla de frustración y algo más que Diana no logró identificar.
—No entiendes lo que estás reviviendo —dijo finalmente. Luego, como si decidiera algo en ese instante, dio media vuelta y se alejó sin decir nada más.
Diana se dejó caer al suelo, su respiración entrecortada. Miró de nuevo la fotografía en sus manos. La sombra en el fondo ahora le parecía mucho más amenazante, y no solo porque desconocía quién era, sino porque sentía que, de alguna manera, esa figura aún estaba observándola.