Setenta y Tres Intentos

Prólogo

El sonido de mi alarma era como un grito desgarrador en la paz de mi caótico paraíso matutino. No era el suave trino de los pájaros que la gente normal probablemente tiene, sino el solo de batería de “Wipe Out” a todo volumen. Mi mano salió disparada desde debajo de la montaña de mantas y golpeó frenéticamente la mesita de noche, derribando lo que olía y se sentía como un resto de pizza fría (¿de cuándo? Mejor no saberlo) y finalmente acallando el estruendo. Un silencio glorioso. Demasiado glorioso. Los párpados, pesados como persianas de acero, se abrieron de un salto. La luz que se filtraba por la ventana era demasiado brillante, demasiado… matutina.

—¡No, no, no, no, NO! —grité hacia mi techo, que tenía un par de posters un poco torcidos de David Bowie y Freddie Mercury mirándome con decepción—. ¡No es lunes! ¡Es una pesadilla extendida de domingo! ¡Abracadabra, vuelve atrás!

Freddie no respondió. Bowie tampoco. Traidores. Me incorporé de un salto, o al menos eso intenté. Mi pie se enredó en una camiseta que estaba en el suelo y aterricé de bruces sobre un peluche de un pulpo con gafas de sol que se llama Sir Tentáculos. Él me miraba con su única expresión de fieltro: juicio silencioso.

—No me mires así, Tentáculos. Tú no tienes que lidiar con el profesor Villalobos y su fetiche por el derecho romano.

Rebusqué en el suelo, un arqueólogo de su propio desastre. Una zapatilla. Un libro (“¿Dónde está Wally?”, irónicamente perdido). ¡Ajá! El teléfono. La pantalla, llena de grietas como un mapa de una tierra en guerra, me mostró la hora con cruel claridad: 8:47 AM. La clase empezaba a las 9:00.

—¡CÓDIGO ROJO! ¡ABANDONEN EL BARCO! ¡REPITO, CÓDIGO ROJO! —annuncié a mi habitación vacía, lanzándome hacia lo que esperaba que fuera el armario.

Mi rutina matutina fue un vortex de caos controlado (o incontrolado, dependiendo de a quién le preguntes). ¿Ducha? Sí, pero de tres minutos donde me lavé el pelo con lo que resultó ser gel de baño con aroma de coco (olía… interesante). ¿Desayuno? Un sorbo de leche directamente del cartón y un puñado de cereales que eché a mi boca como un pingüino hambriento mientras saltaba sobre un pie para ponerme los jeans. ¿Dentífrico? Lo usé. En la camiseta. Genial. Una nueva mancha abstracta para mi colección. La camiseta era negra. Pasaría desapercibida. O parecería que había tenido un encuentro cercano con un fantasma dentífrico.

A las 8:58, salí disparada de mi piso como un cohete, con la mochila a cuestas (¿había metido los libros correctos? Misterio) y una rebanada de pan untada con algo marrón que esperaba fervientemente que fuera Nutella en la boca. Corrí por las calles como si me persiguiera una jauría de zombis juristas, esprintando entre gente que paseaba tranquilamente y que me lanzaba miradas de profundo disgusto.

—¡Lo siento! ¡Emergencia educativa! —grité al pasar por delante de un señor que paseaba un perrito que parecía más peinado que yo.

Llegué a la puerta del aula justo cuando el reloj del pasillo marcaba las 9:00 en punto. Jadeaba como un motor averiado. Me apoyé en el marco de la puerta, intentando recuperar el aliento y adoptar una pose de indiferencia cool que, estoy segura, se veía tan forzada como se sentía. Dentro, un profesor con bigote y una corbata tan ajustada que parecía estar librando una batalla perdida contra su cuello, estaba leyendo una lista con la entonación de un robot con pilas gastadas.

—Adrián Sánchez —dijo el profe.

—¡Presente! —respondió una voz desde atrás. Sonaba… agradable. Calmante. Como un audiolibro.

El profesor hizo una marca y continuó. —Adrián Valdez.

Silencio. El profesor suspiró, un sonido que prometía dolor y aburrimiento para los impuntuales.

—Bueno, sigamos. Adria—

¡Ese era mi nombre! O casi. Mi cerebro, aún medio oxigenado, hizo un “¡click!”. —¡Presente!—canté, empujándome del marco y entrando en el aula con la elegancia de un elefante en una cacharrería.

Todas las cabezas se giraron. El profesor me miró por encima de sus gafas. Parecía el tipo de hombre que organizaba sus calcetines por orden cromático y color. —Señorita,llegada tarde no equivale a asistencia. Y he dicho Adrián, nombre de hombre.

¡Ah, qué pequeño y regimentado mundo debía de vivir! Me ajusté la mochila, sintiendo cómo varios objetos de contenido misterioso se movían dentro de ella con un crujido preocupante. —Lo sé,profesor. Pero es que mi nombre es Adria. Con 'a' de astuta —dije, soltando la línea con un guiño. Era mi tarjeta de presentación, mi lema, mi escudo contra la seriedad abrumadora del mundo.

Risas. Bueno, eso siempre era buena señal. Encontré un asiento vacío en la tercera fila y me dejé caer en él, soltando un “¡uf!” audible. La persona sentada detrás de mí tosió. Me giré un momento y… oh. Oh, vaya. Era el dueño de la voz de audiolibro. El primer Adrián. Tenía el pelo oscuro un poco desordenado, pero de una manera que parecía intentional, como si hubiera pasado horas logrando ese “después de un ventarrón” perfecto. Sus ojos eran del color de la madera de roble, cálidos y… ¿divertidos? Parecía estar conteniendo una sonrisa. Le sonreí, una sonrisa rápida de “hey, tú también estás atrapado en este aburrimiento”, y me giré de nuevo, sintiendo una inexplicable necesidad de enderezarme un poco.

El profesor, el señor Villalobos (apunté mentalmente el nombre para futuras evasiones), comenzó a hablar de leyes, códigos y un montón de cosas que sonaban tan emocionantes como ver secarse la pintura. Mi mente empezó a divagar. ¿Por qué había elegido Derecho otra vez? Ah, sí. Porque “tiene salidas”. Una frase que los padres adoran y que a los hijos nos condena a años de tortura existencial. Yo solo quería dibujar cómics y maybe, maybe, escribir historias sobre detectives que resuelven crímenes usando el poder del rock and roll. No exactamente material de la Liga de Juristas.

Saqué mi libreta. No una libreta normal, no. Esta tenía en la portada un dibujo mío de una jueza con una peluca azul turquesa dando un veredicto a una banda de rock acusada de “disturbios sonoros excesivamente pegadizos”. Abríla por una página limpia y escribí en letras grandes: “INTRODUCCIÓN AL ABURRIMIENTO”. Luego empecé a dibujar margaritas en el margen.



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Editado: 16.09.2025

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