Setenta y Tres Intentos

Capítulo 1: Planos, Pintura y Pizza Fría

El olor a café rancio y a madera de balsa impregnaba el pequeño apartamento-estudio. Planos, muestras de tela y revistas de arquitectura se esparcían por cada superficie disponible como si una explosión de creatividad hubiera barrido el lugar. Yo, Adria Rojas, arquitecta especializada en diseño de interiores, estaba arrodillada en el suelo, luchando con una maqueta a escala de un loft que se negaba a mantenerse en pie.

—¡Vamos, maldita sea! —murmuré, intentando que una pared de cartón-pluma se mantuviera vertical con un poco de cinta adhesiva—. ¡Tú eres un muro de carga! ¡Compórtate como tal!

La música de Queen sonaba a todo volumen, ahogando el sonido del mundo exterior. Estaba tan inmersa en mi batalla contra las leyes de la física que no oí el timbre. Ni el segundo. Fue el sonido de mi teléfono vibrando sobre un montón de muestras de granito lo que me sacó del trance.

Descolgué sin mirar, con el cutter aún en la mano. —¡Diga!Si es el cliente de la casa de la playa, le juro que los azulejos turquesas eran lo que pedía el Feng Shui…

—¡Abre la puerta, terremoto creativo! —rugió la voz de Clara al otro lado—. ¡Llevamos cinco minutos tocando y la pizza se está enfriando!

—¡Clara! —dejé el cutter—. ¡Voy, voy! ¡No dejéis que la mozzarella se suicide!

Corrí a abrir, esquivando un rollo de planos y una pila de catálogos de iluminación que amenazaba con convertirse en una torre de Pisa doméstica. Al abrir la puerta, me encontré con la vista reconfortante de mis dos mejores amigos. Clara, impecable con su vestido de lino y sus gafas de carey, sosteniendo una caja de pizza con expresión de fastidio sublime. Y a su lado, Adrián, con sus jeans manchados de pintura seca (restos de su último trabajo como pintor y restaurador), una camiseta de los Ramones y una sonrisa tranquila que parecía apaciguar hasta la energía más caótica. En sus manos, una bolsa de plástico con latas de refresco.

—¡Maná del cielo en forma de carbohidratos! —anuncié, abriendo los brazos y manchando sin querer el impecable vestido de Clara con un dedo lleno de pegamento.

Ella miró la mancha con horror. —Adria,esto es lino. LI-NO. Respira. Y tu pegamento no.

—¡Y ahora tiene un toque de autenticidad! —declaré, sin un ápice de remordimiento—. Es shabby chic. Muy de moda. De nada.

Adrián soltó una risa ahogada y me entregó una lata. —Coca-Cola normal,bien fría. Como te gusta.

—¡Mi héroe! —dije, cogiendo la lata como si fuera un trofeo—. Sabes que mi creatividad structural funciona con base en cafeína y azúcar.

—Lo sé —respondió él, con una simpleza que siempre me desarmaba.

Entraron en mi apartamento-taller, esquivando el desastre con la pericia de quien lo ha hecho mil veces. Clara encontró un sitio libre en el sofá apartando un montón de cojines de muestra con la punta de los dedos. Adrián, en cambio, se puso a curiosear alrededor de la maqueta inestable.

—Esto tiene buena pinta, Adria —comentó, estudiando la estructura—. La distribución abierta… los ventanales. Tiene tu estilo.

—¡Gracias! —dije, hinchándome de orgullo—. Aunque ahora mismo este muro me tiene al borde de un ataque de nervios. Se niega a cooperar.

—A lo mejor necesita un refuerzo —sugirió él, acercándose—. O… quizás solo necesitas un soporte angular. —Señaló su propia sien—. Tienes… eh… un poco de pegamento. En el pelo. Y en la mejilla.

—¡Oh! —Intenté quitármelo con los dedos, empeorando la situación—. ¿Mejor?

—Ahora parece que te hayas dado un baño en cola blanca. Estilo moderno. Muy avant-garde —rió Clara, abriendo la caja de pizza—. Venid a comer antes de que la masa se convierta en cuero.

Nos sentamos en el suelo, alrededor de la mesa de café, que yo había limpiado apresuradamente con un trapo que resultó estar manchado de óleo. Adrián ni siquiera parpadeó. Clara puso unos napkins debajo de su porción como si estuviera en un quirófano.

—Cuéntame —dijo, mordisqueando una punta de pizza—. ¿Cómo fue tu semana lidiando con clientes que no saben distinguir el beis del crudo?

—¡Catastrófica y gloriosa! —anuncié, con la boca llena—. El lunes, la señora de la casa colonial quiero poner una pared de espejos en el salón. El martes, el tipo del ático minimalista se compró una colección de enanitos de jardín. ¡Y quiere exponerlos! El miércoles, se me cayó el modelo 3D del ordenador y perdí tres horas de trabajo. ¡Fue épico!

Adrián sonrió, con esos ojos que siempre parecían encontrar mis desastres encantadores en vez de exasperantes. —Suces productivo.

—¡Lo fue! —asentí entusiasmada—. Al final, convencí a la señora de los espejos de que optara por un acento con espejo vintage en vez de toda una pared. ¡Y los enanitos de jardín van a tener su propia niche iluminada! A veces, el caos es solo… diseño que no ha encontrado su equilibrio.

—Esa debería ser tu frase en la web de la empresa —dijo Clara, secándose los labios con precisión milimétrica—. "Adria Rojas: encuentra el equilibrio en el caos… y en los enanitos de jardín".

—¡Me lo apunto! —dije, señalándola con mi porción de pizza—. ¿Y vosotros? ¿Cómo os fue en vuestras trincheras?

Clara lanzó un suspiro dramático. —Cinco juicios pendientes.Un cliente que quiere demandar a su vecino porque su gato le mira mal. Y la fotocopiadora de la oficina se descompuso el jueves. Fue una semana de auténtico delirio.

Todos nos estremecimos. Una semana sin fotocopiadora en un bufete de abogados era el preludio del apocalipsis.

—Yo sobreviví —intervino Adrián—. Atrapado restaurando una fachada modernista, limpiando molduras de estuco con un pincel de pelo de camello. Pero logré replicar el color original de la carpintería… —se detuvo al ver mi expresión de absoluto interés—… que era un verde musgo exacto.

—¡Increíble! —dije, dándole una palmada en el hombro—. Rescatando belleza del pasado, una pincelada a la vez. Yo hoy he logrado que este muro aguante un 2% más de inclinación. Equilibramos el universo.



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Editado: 16.09.2025

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