Setenta y Tres Intentos

Capítulo 2: Domingos, Desorden y Declaraciones Tácitas

Adrián

El domingo amaneció con esa luz clara y limpia que solo los domingos tienen. A las 8:03 AM, ya estaba frente a la puerta de Adria, con una bolsa de groceries en una mano y mis llaves de repuesto en la otra. Sabía que estaría dormida. Los domingos eran sagrados para ella; días de dormir hasta tarde y de despertarse con resaca creativa tras una semana de batallas contra el mal gusto y las maquetas rebeldes.

Abrí la puerta con la suavidad de quien no quiere perturbar. El silencio era absoluto, solo roto por el leve ronquido que provenía del dormitorio. Sonreí. Era un sonido tan ella: despreocupado, sincero y un poco catastrófico incluso en su sueño.

El estudio era un campo de batalla post-apocalíptico. Platos de pizza encima de planos, vasos con restos de Coca-Cola usados como portapinceles, y muestras de tela y papel de pared esparcidas por doquier. Era el caos habitual del sábado por la noche de Adria. Mi caos favorito.

Dejé la bolsa en la cocina, me quité la chaqueta y me puse a trabajar. Era un ritual. Cada dos o tres domingos, venía a rescatarla de su propio naufragio doméstico. Puse café—uno fuerte, para los dos—y mientras se preparaba, empecé a recoger.

Había una geometría en su desorden. Una lógica que solo yo parecía entender. Los planos iban en el tubo grande, las muestras de color en la caja de madera, los rotuladores en el tarro de cerámica que le regalé por su cumpleaños. Mientras limpiaba, encontré pequeños tesoros: un boceto de un mueble en una servilleta, una nota que decía "¡NO OLVIDAR ILUMINACIÓN LED!" escrita en su brazo, una de mis latas de Coca-Cola vacías que ella había guardado en su estante de "cosas importantes".

A las 9:17, el olor a café y a bacon crujiendo en la sartén debió de hacer efecto. Oí un quejido desde el dormitorio, seguido de unos pasos arrastrados.

—¿Qué huele tan bien y por qué está haciendo tanto ruido en mi cocina un domingo? —una voz ronca y adormilada preguntó desde el pasillo.

Apareció en el marco de la puerta. Adria. Con el pelo hecho un nido, envuelta en una bata de felpa con estampado de planos arquitectónicos y con un ojo entrecerrado contra la luz. Parecía una lechuza molesta y adorable.

—Buenos días, dormilona —dije, volteando el bacon—. Es 9:20. El día está avanzado.

—Adrián —gruñó, apoyándose en el marco—. Es domingo. Doming-o. El día que Dios descansó. ¿Tú no descansas nunca?

—Descanso limpiando —respondí, sirviendo una taza de café y acercándosela—. Aquí. Bebe. Restauración de funciones vitales.

Ella cogió la taza con ambas manos, como si fuera un talismán, y bebió un sorbo largo. Hizo una mueca. —Fuerte.Perfecto. Eres un mago. —Me miró, entre recelosa y agradecida—. ¿Llevas aquí mucho tiempo?

—Lo suficiente para rescatar a tu planta de la sed, clasificar tu pila de "urgente" y encontrar tres socks que no sabía que tenía. —Señalé con la espátula hacia la lavadora, que sonaba suavemente en segundo plano—. Y huevos revueltos con bacon o tortilla?

Ella se dejó caer en una silla de la cocina, observándome moverme por su espacio como si fuera el mío. —¿Eres real?—preguntó, con genuina curiosidad—. ¿O eres un sueño febril inducido por el estrés y la pizza de anoche?

—Soy muy real —sonreí, rompiendo huevos en un bol—. Y los sueños febriles no saben hacer salsa holandesa.

—Ah, entonces eres real —concluyó, con un asentimiento—. Solo tú podrías aparecer un domingo a las… ¿qué hora viniste?

—Las 8:03.

—¡A las 8:03 de la mañana de un domingo! —exclamó, though más con admiración que con enfado—. Para limpiar. Y cocinar. Y salvar plantas. ¿No tienes nada mejor que hacer? ¿Pintar una fachada? ¿Restaurar un fresco? ¿Salir con alguna mujer que no sea tu amiga desastre?

La pregunta, hecha con su inocencia habitual, me golpeó en el pecho. Revolví los huevos con más fuerza de la necesaria. —Prefiero esto—dije, con la voz un poco más ronca—. Es más… gratificante.

Ella no pareció notarlo. Siguió bebiendo café, observándome mientras yo terminaba de preparar el desayuno. Le serví un plato generoso, con huevos, bacon, tostadas y un poco de la salsa holandesa que sabía que le volvía loca.

—Dios mío —susurró, con devoción—. Esto sí que es arte.

Comimos en silencio un rato, el único sonido era el de los cubiertos y el de la lavadora centrifugando. Ella devoraba la comida como si no hubiera comido en días. Yo me limitaba a observar, feliz de poder darle esto. De poder cuidarla, aunque fuera de esta pequeña manera.

—De verdad, Adrián —dijo finalmente, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Eres el mejor amigo del universo. En serio. Cuando te cases, tu mujer va a adorarte. Llegar los domingos a limpiar, cocinar como un chef… va a pensar que ha ganado la lotería.

Las palabras me sabieron a ceniza. "Tu mujer". Un concepto abstracto y doloroso. Porque la única mujer a la que quería cocinar los domingos estaba sentada frente a mí, con huevo en la comisura de los labios, completamente ciega a mi devoción.

—Bueno, de momento no hay ninguna mujer —dije, levantándome para recoger los platos—. Solo tú, aprovechándote de mis habilidades domésticas.

—¡Y las aprovecho con gusto! —declaró, estirándose como un gato—. Eres mi amigo excepcional. Mi roca. Mi… Adrián-ánimo.

Sonreí, a pesar del dolor. Era imposible estar enfadado con ella. Su gratitud era tan pura, tan genuina, que desarmaba cualquier resentimiento.

Pasé la mañana allí. Terminé de limpiar, doblé la ropa, aspiré el estudio e incluso arreglé la pata coja de su mesa de dibujo. Ella, entre tanto, se puso a trabajar en su proyecto secreto, tarareando y completamente absorta. Yo pasaba a su lado, dejándole café fresco o un vaso de agua, robando miradas furtivas al plano que estaba dibujando. Mi plano. Las líneas eran firmes, seguras. Había dibujado estanterías específicas para mis libros de arte, un espacio amplio para mi caballete, una ventana orientada al norte para la luz perfecta.



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Editado: 16.09.2025

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