Setenta y Tres Intentos

Capítulo 4: El Rincón de las Verdades Incómodas

Clara

El martes a las 2:03 PM, ‘El Rincón de la Toscana’ olía a ajo, albahaca fresca y confesiones pendientes. Llegué puntual, con mi traje de pantalón negro funcionando como una armadura contra la incomodidad que se avecinaba. Ya lo había pedido todo: una mesa en el rincón más apartado, una jarra de agua y dos cafés exprés listos para llegar justo después de las palabras difíciles.

Adrián llegó a las 2:07 PM. No parecía haber dormido bien. Llevaba una camiseta negra ligeramente desgastada y jeans, pero su postura usualmente relajada estaba tensa, como un felino a la defensiva. Se deslizó en la silla frente a mí con un murmullo de saludo.

—Llegaste tarde —señalé, sin rodeos.

—Tuve un contratiempo con una capa de barniz —murmuró, evitando mi mirada—. No se secaba como debía.

Mentira. Adrián nunca llegaba tarde. Y mucho menos por barniz. —¿Ah,sí? ¿Y por qué no huele a disolvente?

Sus ojos, del color de la madera envejecida, se encontraron con los míos por fin. Vió que no me creía. Suspiró, derrotado antes de empezar.

—De acuerdo, Clara. ¿A qué viene esto? —preguntó, sus dedos jugueteando con la servilleta de papel—. ¿Necesitas que testifique en otro caso de mirada felina homicida?

—Este es un caso diferente —dije, inclinándome sobre la mesa—. El caso de ‘Adrián Sánchez vs. Su propia Dignidad’. Y soy tu abogada defensora, aunque no quieras.

Él palideció ligeramente. El camarero apareció en ese momento, dejando los dos cafés exprés sobre la mesa. El humo acre parecía subrayar la tensión.

—No sé de qué hablas —mintió, tomando la tacita tan rápido que el líquido oscuro casi se derrama.

—¡Vamos, Adrián! —exploté en un susurro furioso—. ¡La limpió! ¡Le cocinaste el desayuno y el almuerzo! ¡Un domingo a las 8:03 de la mañana! ¿En qué planeta eso es solo ‘amistad’?

Él se encogió en su asiento. Parecía querer desaparecer entre las rendijas del suelo de madera. —Ella…tenía el sitio hecho un desastre. Estaba agobiada. Solo quería ayudar.

—¡No me digas que solo querías ayudar! —casi grité, bajando la voz al notar las miradas de la mesa de al lado—. He visto cómo la miras, Adrián. Te he visto contener la respiración cuando se te acerca. Te he visto memorizar cada uno de sus estúpidos y adorables dichos. ¡Estás locamente enamorado de ella!

La palabra ‘enamorado’ resonó en el aire entre nosotros, pesada y vergonzosa. Adrián cerró los ojos como si le hubiera golpeado.

—Clara, por favor —su voz era un hilo de voz, vulnerable y áspera—. No…

—¿No qué? ¿No hable? ¿No te enfrente a esto? —pregunté, aunque mi tono se suavizó—. Adrián, esto te está matando. Estás… limpiando su casa mientras ella habla de buscarte una novia.

Él apretó los puños sobre la mesa. Por un momento, pensé que se iba a levantar y marcharse. Pero entonces, sus hombros se hundieron. Toda la resistencia se esfumó, dejando al descubierto una raw pain que me dejó sin aliento.

—¿Qué quieres que haga, Clara? —preguntó, levantando la mirada. Sus ojos brillaban con una desesperación que nunca le había visto—. ¿Que se lo diga? ¿Que le diga ‘Oye, Adria, por cierto, llevo cuatro años enamorado de ti, he contado setenta y tres veces que casi te lo digo, y limpiar tu caos es lo más cerca que he estado del paraíso’? ¿Y luego qué? ¿Y si me mira con esos ojos grandes llenos de pánico y… y todo se va a la mierda? ¿Y si lo arruino todo?

Su voz se quebró en la última palabra. Miró su café como si las respuestas estuvieran flotando en la superficie oscura.

—Es mejor que esto —insistí, aunque su dolor me hizo dudar por primera vez—. Esto… esta tortura silenciosa… no es justa para ti. Mereces más. Mereces que alguien te vea, Adrián. De verdad.

—¡Ella me ve! —protestó él, con un atisbo de fuego en la voz—. Me ve como su mejor amigo. Como la persona estable en su tormenta. Es… es algo.

—¡Es migajas! —repliqué, golpeando la mesa con la palma de la mano, haciendo saltar las tazas—. ¡Y tú mereces el banquete completo! ¿No lo entiendes? Ella… ella es maravillosa, es un huracán de luz y creatividad, pero es ciega. Voluntariamente ciega. Y tú estás ahí, alimentando esa ceguera con tu devoción silenciosa.

—¡Porque la quiero! —exclamó, y esta vez no bajó la voz. Un par de comensales giraron la cabeza—. La quiero tal como es. Incluso si eso significa que nunca… que nunca me vea de esa manera. Prefiero ser su amigo que no ser nada.

Las palabras cayeron entre nosotros, definitivas y trágicas. Me quedé sin argumentos. ¿Qué podía decir ante eso? ¿Ante una entrega tan absoluta y autodestructiva?

—Eres el hombre más tonto y más noble que conozco —susurré, la furia dándole paso a una profunda pena.

Él esbozó una sonrisa triste. —Lo sé.

Nos quedamos en silencio un rato, bebiendo nuestro café frío. La batalla había terminado. Yo había perdido.

—¿Y qué hago con lo de la novia? —preguntó al final, con un tono de resignación humorística—. ¿Debo salir con la socia organized de tu bufete?

—Ni se te ocurra —dije, con un suspiro—. Le diré que no conoces a nadie. De nuevo.

—Gracias —murmuró.

—No me des las gracias —repliqué, secamente—. Esto es una mala idea. Un error judicial de proporciones épicas. Pero… es tu decisión.

Pagamos la cuenta en silencio. Al salir a la calle, la luz del sol de la tarde nos golpeó. Adrián se paró, respirando hondo.

—¿Vas a estar bien? —pregunté, poniendo una mano en su brazo.

—Sí —dijo, pero no sonaba convincente—. Volveré a mi taller. A mi barniz que no se seca. A cosas que sí puedo arreglar.

Caminó en dirección opuesta a la mía, con los hombros un poco más encorvados que cuando había llegado. Lo observé alejarse, una figura solitaria y querida, cargando con un amor demasiado grande para una sola persona.

Mi phone vibró. Un mensaje de Adria.

Adria: ¡Oye! ¿Has pensado en alguien para Adrián? Se me ocurre que quizás esa barista de ‘La Central’… la que siempre le sonríe. ¡Tiene que ser una señal, ¿no?!



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Editado: 16.09.2025

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