Adria
El martes por la noche, mi estudio se había convertido en una extensión de mi mente: un hervidero de planos, muestras de textiles y la frustración palpable de no poder encontrar la solución estructural para una biblioteca flotante que se negaba a, bueno, flotar de manera convincente en el papel. Tenía el pelo recogido con un lápiz, las gafas empañadas y una mancha de tinta azul en la barbilla que seguramente llevaba ahí desde el mediodía.
El timbre de la puerta sonó como un disparo en medio de la quietud concentrada. Fruncí el ceño. No esperaba a nadie. Clara estaba enterrada en work hasta el cuello y… bueno, Adrián ya había hecho su visita doméstica de rigor.
—¡Un momento! —grité, desenredándome de un rollo de papel de calco que parecía haberme atacado—. ¡Voy!
Esperaba encontrar a un vecino quejándose del volumen de Bowie (de nuevo) o a un repartidor perdido. Pero no. Al abrir la puerta, el aire se me escapó de los pulmones en una pequeña bocanada de sorpresa.
Adrián.
Estaba ahí, de pie bajo la luz tenue del pasillo, pero no parecía el Adrián habitual, el de la sonrisa tranquila y las manos siempre ocupadas. Este Adrián estaba… desencajado. Llevaba la misma camiseta negra desgastada de siempre, pero estaba arrugada, como si se la hubiera puesto y quitado varias veces. Su pelo, usually cuidadosamente desordenado, estaba alborotado, como si se hubiera pasado las manos por él repetidamente. Y sus ojos… sus ojos de color roble oscuro, usually tan serenos, heldaban una tormenta silenciosa que me dejó sin palabras.
—¿Adrián? —parpadeé, ajustándome las gafas—. ¿Qué haces aquí? ¿Está todo bien? ¿Pasó algo?
Él no dijo nada al principio. Solo se quedó mirándome, con una intensidad que erizó la piel de mis brazos. Respiró hondo, como si el aire del pasillo escaseara.
—Necesitaba… verificar algo —dijo al final, y su voz sonó ronca, cargada de una emoción que no logré identificar.
—¿Verificar? —repetí, confundida—. ¿El grifo no gotea? ¿La mesa de dibujo se ha vuelto a torcer? Porque juré que la habías arreglado…
Negó con la cabeza, un movimiento brusco. —No.No es eso.
Su mirada recorrió mi rostro, se detuvo en la mancha de tinta de mi barbilla, en el lápiz en el pelo, en mis ojos cansados tras las gafas. Era una mirada… hambrienta. Desesperada. Como si estuviera memorizando cada detalle.
—Adria —susurró mi nombre, y sonó como una plegaria, como una confesión ahogada.
—¿Sí? —respondí, mi propia voz un hilo. El pasillo parecía haberse estrechado, reduciéndose solo a nosotros dos. Podía oír el latido de mi propio corazón, acelerado y confuso, en mis oídos.
Él abrió la boca para decir algo, luego la cerró. Apretó los puños a los lados. Vi la tensión en su mandíbula, la lucha interna que se libraba tras sus ojos. Por un segundo, una fracción de segundo loca e imposible, pensé que iba a… a hacer algo. Algo que no fuera darme una charla sobre selladores o ofrecerse a colgar un cuadro.
Pero entonces, la tormenta en sus ojos se apagó. La tensión en sus hombros se desvaneció, replaced por una fatiga profunda y familiar. Parpadeó y la máscara del Adrián que conocía, mi Adrián, mi mejor amigo, volvió a colocarse en su sitio. No del todo, no por completo. Una grieta permanecía, una tristeza en la comisura de sus ojos que no había estado ahí antes.
—Nada —suspiró, y la palabra sonó a rendición—. Solo… solo quería asegurarme de que habías cenado. Que no estabas viviendo a base de café y frustración.
La normalidad de la pregunta, después de esa intensidad palpable, fue tan discordante que casi me atraganto. —¿Cenar?—parpadeé, tratando de reorientarme—. Eh… no. No exactamente. Iba a picar algo de… algo.
Una sonrisa triste, un eco de su sonrisa habitual, se dibujó en sus labios. —Lo sabía.—Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una bolsa de papel de la panadería de la esquina—. Te traje un sándwich. De jamón serrano y tomate. Como te gusta.
Cogí la bolsa automáticamente. Aún estaba caliente. —Oh—dije, sintiendo un nudo extraño en la garganta—. Gracias. Eres… increíble. ¿Cómo sabías?
—Te conozco —dijo simplemente. Esas dos palabras again, cargadas de un peso nuevo, de un significado que mi cerebro, embrutecido por el diseño y la sorpresa, no podía— o no quería— descifrar.
Se quedó allí un momento más, mirándome, como si aún hubiera algo más que decir, algo más que verificar. Pero luego, asintió para sí mismo.
—Bueno. Me voy. Que… que descanses, Adria.
—¿No… no quieres entrar? —offrecí, aunque una parte de mí, confusa y agitada, se sentía aliviada de que dijera que no.
—No —dijo rápidamente, casi con brusquedad—. No, mejor no. Tengo que… Tengo que irme.
Y antes de que pudiera decir otra palabra, dio media vuelta y se marchó por el pasillo, sus pasos apresurados resonando en el silencio hasta que desapareció en la escalera.
Me quedé plantada en el marco de la puerta, sosteniendo la bolsa de papel caliente que olía a pan recién hecho y a jamón, con el corazón aún acelerado. El aire a su alrededor aún se sentía cargado, vibrante con todo lo que no se había dicho.
Cerré la puerta lentamente, apoyando la espalda contra la madera. El estudio, mi caótico santuario, de repente se sentía enorme y vacío. Miré el sándwich en mis manos. Era perfecto. Él siempre lo era.
"Te conozco."
Las palabras resonaban en el silencio. ¿Por qué habían sonado tan diferentes esta vez? ¿Por qué su mirada había estado llena de esa… angustia?
Mi teléfono vibró sobre la mesa de dibujo. Un mensaje de Clara.
Clara: ¿Todo bien? ¿Conseguiste domar la biblioteca flotante?
Miré el mensaje, luego la puerta por la que Adrián había desaparecido, y luego el sándwich. Algo se había quebrado. Algo había cambiado en la geometría perfecta de nuestra amistad. Y por primera vez, una pregunta incómoda, pequeña pero insistente, se abrió paso entre los planos y las ecuaciones en mi mente: