Setenta y Tres Intentos

Capítulo 8: El Taller de las Verdades a Medias

Adria

La resaca del tequila era un malestar punzante detrás de mis ojos, pero era nada comparado con el nudo de culpa y confusión que llevaba en el pecho desde la noche anterior. Las imágenes se repetían en un loop torturante: la fiesta, el juego, la chica del vestido rojo, la expresión de Adrián… ese destello de dolor crudo antes de darse la vuelta y marcharse.

Clara se había negado a hablar conmigo. Su "te lo dije" silencioso era más elocuente que cualquier regaño. Así que, después de darle mil vueltas, tomé una decisión. Iba a ir a su taller. Iba a pedirle disculpas. Iba a… ¿a qué? ¿A exigir una explicación por su huida? ¿Por esa mirada que me había taladrado el alma?

El taller de Adrián estaba en un patio interior del barrio antiguo, tras una puerta de madera maciza que siempre olía a cedro recién cepillado y a aceite de linaza. Antes de tocar el timbre, me detuve un momento, tratando de ordenar mis pensamientos. ¿Qué le iba a decir? "Lo siento por intentar obligarte a besar a una desconocida, ¿por qué te fuiste tan enfadado?" Sonaba estúpido incluso en mi cabeza.

Respiré hondo y toqué el timbre, un sonido metálico y grave que parecía demasiado serio para la mañana de un domingo.

Pasaron unos segundos antes de que la puerta se abriera. Adrián apareció en el marco, y el corazón me dio un vuelco. Llevaba una camiseta gris manchada de pintura y jeans viejos. Su pelo estaba desordenado y tenía sombras bajo los ojos, como si no hubiera dormido. Pero era su expresión lo que me dejó sin aliento: una cautela tensa, una distancia que nunca había estado ahí antes.

—Adria —dijo, y su voz era plana, carente de la calidez habitual—. ¿Qué haces aquí?

—Hola —respondí, sintiéndome repentinamente torpe—. ¿Puedo… pasar?

Hesitó por un segundo, un microsegundo que me dolió más de lo que debería, antes de abrir la puerta un poco más y hacer un gesto para que entrara.

El taller era, como siempre, un santuario de orden creativo. Herramientas colgadas en paneles perforados, maderas clasificadas por tipo y tamaño, proyectos a medio restaurar cubiertos con lienzos protectores. Olía a madera, a barniz fresco y a café. Era un lugar que siempre me había calmado. Hoy, sin embargo, la atmósfera estaba cargada, densa.

—¿Quieres café? —preguntó él, yendo hacia la pequeña cafetera que always estaba burbujeando en una esquina.

—Sí, por favor —dije, recorriendo el lugar con la mirada, buscando algo a lo que aferrarme—. Cortado, como siempre.

—Lo sé —murmuró él, y otra vez, esas dos palabras sonaron diferentes, como una carga pesada en vez de un gesto de familiaridad.

Mientras preparaba el café, yo me acerqué a su mesa de trabajo. Había un marco de fotos antiguo, medio restaurado. La madera estaba siendo cuidadosamente limpiada, revelando vetas profundas y hermosas. Era un trabajo minucioso, paciente. Todo lo contrario a mí.

—Adrián… —empecé, tomando el café que me ofrecía—. Vine a… a disculparme. Por anoche. Fue estúpido de mi parte. Insistir tanto con ese estúpido reto. No debería haber…

—Está bien —interrumpió, dando la espalda para limpiar una brocha con meticulosidad excesiva—. No pasa nada. Ya se me ha pasado.

—No, no está bien —insistí, acercándome—. No se te ha pasado. Te fuiste… y me miraste de una manera… —Mi voz se quebró—. ¿Por qué, Adrián? ¿Por qué te enfadaste tanto? ¡Era solo un juego!

Él se quedó quieto, con la brocha suspendida en el aire. Su espalda estaba rígida. —No todos disfrutamos de los mismos juegos,Adria.

—Pero siempre jugamos a cosas! ¡A las cartas, a videojuegos, a…!

—¡Este era diferente! —se volvió de repente, y su intensidad me hizo retroceder un paso—. ¿No lo entiendes? ¡No quería hacerlo!

—¡Pero por qué! —exclamé, la frustración burbujeando—. ¡Era guapa! ¡Y le gustabas! ¡Solo era un beso! ¿Qué tiene de malo?

Él me miró, y por un segundo, vi la misma tormenta de la noche anterior en sus ojos. Una batalla interna feroz. Abrió la mouth como para decir algo, algo grande, algo que felt como si fuera a cambiar todo. Pero entonces, su mirada se desvió hacia el marco que yo estaba restaurando, hacia sus herramientas ordenadas, hacia cualquier lugar que no fuera yo. La tormenta se apagó. La máscara de la tranquilidad, más gastada y frágil que nunca, volvió a su sitio.

—No me gusta… la presión —dijo al final, con una voz cansada—. No me gusta que me fuercen. Que no me escuchen cuando digo que no.

La explicación era razonable. Lógica. Coherente con el Adrián que yo conocía: tranquilo, metódico, que valued su espacio y su autonomía. Debería haber sentido alivio. Pero no. Sentí… decepción. Como si me hubiera dado una moneda de chocolate cuando esperaba oro.

—Oh —dije, mirando mi café—. Entiendo. Lo siento. De verdad. No era mi intención… presionarte.

—Lo sé —repitió, y esta vez sonó un poco más suave, un poco más como él—. No… no worries.

Un silencio incómodo se instaló entre nosotros. Yo bebí mi café, que suddenly sabía amargo. Él siguió limpiando la brocha, aunque ya estaba impecable.

—¿En qué estás trabajando? —pregunté, señalando el marco, desperate por romper la tensión.

—Un encargo —dijo, evasivo—. Una restauración.

—Preciosa la madera —señalé, corriendo los dedos por la veta suave.

—Sí —asintió, sin mirarme—. Tiene mucho potencial. Estaba muy descuidada, pero con paciencia… se puede salvar.

No sé por qué, pero sus palabras me sonaron a algo más. A una metáfora que no lograba descifrar.

—Bueno… —dije, dejando la taza vacía en un banco de trabajo—. No te molesto más. Solo… solo quería asegurarme de que estabas bien.

—Estoy bien, Adria —dijo, y por fin me miró. Había una tristeza infinita en sus ojos, una resignación que me dejó sin aliento—. Siempre estoy bien.

Asentí, sintiendo que las lágrimas me picaban los ojos. Algo estaba mal. Algo se había roto entre nosotros, y yo no sabía cómo arreglarlo porque no entendía qué era.



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Editado: 16.09.2025

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