La oficina era un hervidero de murmullos, el zumbido de la impresora 3D y el suave clic de los ratones sobre mesas de diseño, pero para mí, todo sonaba amortiguado, como si una campana de cristal me hubiera sepultado. Intenté concentrarme en la pantalla, en las líneas limpias del plano de la biblioteca flotante que finalmente había logrado domar, pero las formas se distorsionaban, borrosas e inestables.
Cada línea recta me recordaba la rigidez en la espalda de Adrián. Cada curva, la tristeza en sus ojos. Cada clic del ratón era el eco de la puerta de su taller cerrándose a mis espaldas, un sonido definitivo que resonaba una y otra vez en mi cráneo.
—Adria? ¿La carga estructural para el ala este? —la voz de Marco, mi jefe, cortó el ensimismamiento.
Parpadeé, desorientada. —Eh…sí. Sí. La… la he enviado. Ayer. —Mentira. Estaba en mi bandeja de "pendientes", junto al nudo de ansiedad que llevaba en el estómago desde la mañana.
Marco frunció el ceño, estudiándome. —¿Estás bien?Pareces… ausente.
—¡Sí! Perfecta. Solo un poco de… resaca creativa —force una sonrisa que se sentía como un gesto de goma—. La biblioteca flotante me dio batalla, pero ya está. Flota. Como un sueño.
Él no pareció convencido, pero asintió y se alejó. Dejé escapar un suspiro y me hundí en la silla. ¿Qué me pasaba? Era Adria Rojas. La que resolvía problemas estructurales antes del primer café. La que podía diseñar una casa entera con una servilleta y un rotulador prestado. Ahora no podía ni concentrarme en un maldito cálculo de carga.
Mi mente volvía una y otra vez al taller. A su mirada. A sus palabras. "No todos disfrutamos de los mismos juegos, Adria." "No me gusta que me fuercen." "Siempre estoy bien."
Era una explicación. Una explicación perfectamente razonable, Adrián-lógica. Pero algo no encajaba. Algo en la intensidad de su reacción, en el dolor que había visto destellar por un segundo, no cuadraba con la simple incomodidad por un juego de fiesta.
¿Era yo? ¿Había cruzado una línea? ¿Había sido tan insensible que había herido sus sentimientos de una manera que ni siquiera podía comprender?
Clara: ¿Has hablado con él? El mensaje de Clara en el phone me hizo saltar.Como si me hubiera leído el pensamiento.
Yo: Sí. Fui a su taller. Clara:¿Y? Yo:Se disculpó. Dijo que no le gusta la presión. Que ya está bien. Clara:… ¿Y tú te lo crees? Yo:¿Por qué no iba a creérmelo? Es Adrián. Es lógico. Clara:Dios me ayude. Bueno, si tú estás bien, yo estoy bien. Su tono sarcástico era palpable incluso a través de la pantalla.¿Por qué everyone parecía saber algo que yo no?
La jornada se hizo eterna. Cometí errores tontos. Confundí medidas. Envié un email a un cliente con un boceto preliminar lleno de anotaciones absurdas que había garabateado sin pensar ("¿resistencia emocional? ¿soporta el peso de un secreto?"). A las 5:00 PM, Marco se acercó de nuevo a mi mesa con expresión preocupada.
—Adria, vete a casa —dijo, sin rodeos—. Whatever que esté pasando, resuélvelo. Mañana necesito tu cabeza aquí, no en la luna.
No tuve fuerzas ni para protestar. Asentí, recogí mis cosas con movimientos torpes y salí del edificio. La luz del atardecer me dio en la cara, pero no sentí su calor. Iba en piloto automático, caminando sin ver las calles, sumergida en un océano de confusión.
Llegué a mi edificio y subí las escaleras con pies de plomo. Al abrir la puerta de mi apartamento, me encontré con el silencio. Un silencio distinto al habitual. No era el silencio creativo lleno de potencial, sino un silencio vacío, pesado. El desorden de siempre estaba ahí: los planos en el sofá, las tazas de café en la mesa, la ropa amontonada en una silla. Pero hoy, en vez de sentirse como mi caótico refugio, se sentía… triste. Como un recordatorio de mi propia incapacidad para mantener el orden en nada, ni siquiera en mis propias amistades.
Dejé caer la bolsa y me quedé de pie en medio de la sala, abrumada por una oleada de… ¿qué era? ¿Soledad? ¿Culpa? ¿Frustración?
Mis ojos se posaron en la estantería. Allí, entre libros de arquitectura y novelas de terror, estaba la foto. La de los tres, en la graduación. Clara con su sonrisa sarcástica, yo con el birrete torcido y los brazos alrededor de sus hombros, y Adrián a mi lado, sonriendo con esa calma que siempre me anclaba. Su brazo rodeaba mi waist, no con posesividad, sino con una naturalidad que siempre había dado por sentado.
"Siempre estoy bien."
¿De verdad lo estaba? ¿O era solo otra capa de barniz sobre una grieta que yo no podía ver?
Cogí la foto, pasando el pulgar por su imagen sonriente. Él siempre estaba ahí. Limpiando mi caos. Rescatándome de mis propios desastres. Aguantando mis bromas. Soportando mis insistencias. Siempre firme. Siempre constante. Siempre… ahi.
¿Y yo? ¿Qué hacía yo por él? ¿Le presionaba para que besara a strangers? ¿Le obligaba a jugar a mis juegos? ¿Le daba por sentado?
De repente, la explicación lógica y sensata que me había dado empezó a resquebrajarse. No era suficiente. No explicaba la profundidad de su reacción. No explicaba la mirada de Clara. No explicaba este vacío horrible en mi pecho.
Algo había pasado. Algo que yo había provocado. Y Adrián, en su infinita bondad y su maldita paciencia, había decidido perdonarme y seguir adelante como si nada, cargando solo con whatever peso que yo le hubiera echado encima.
La idea me enfureció. No quería su perdón silencioso. No quería que él se tragara el dolor para no incomodarme. ¡Yo era su amiga! Si le había hecho daño, quería saber por qué. Quería entenderlo. Quería… arreglarlo.
Miré a mi alrededor, a mi desorden, a mi caos. Y por primera vez, no me sentí orgullosa de él. Me sentí avergonzada. Avergonzada de mi ceguera, de mi egoísmo, de mi incapacidad para ver más allá de mi propio mundo desordenado.
El teléfono vibró de nuevo. Era Adrián.
Adrián: Oye, ¿llegaste bien a casa? Te vi… distraída esta mañana. El mensaje fue la gota que colmó el vaso.Incluso ahora, después de todo, él estaba pendiente de mí. Cuidándome. Como siempre.