El sábado por la mañana amaneció con esa luz dorada y optimista que solo tienen los días que prometen aventura. Yo, por supuesto, llevaba tres horas despierta, habiendo repasado mi lista de equipaje aproximadamente setenta y dos veces y habiendo creado un nuevo caos en el salón que hubiera hecho llorar a cualquier profesional de la organización.
Cuando sonó el claxon del auto frente a mi edificio, me asomé por la ventana y vi el Audi impoluto de color gris perla del padre de Clara. Y a Clara al volante, con sus gafas de sol y una expresión que prometía muerte lenta a cualquier mota de polvo que osara acercarse al vehículo.
—¡Ya voy! —grité, aunque era imposible que me oyera.
Agarre mi mochila (enorme, sobredimensionada, llena de cosas "por si acaso"), mi bolso de viaje (otra vez, ¿por qué necesitaba tantas cosas?) y una bolsa de lona que contenía, entre otras cosas, tres tipos diferentes de repelente de mosquitos y una guía de aves local que probablemente no abriría.
Logré bajar las escaleras sin matarme, aunque la mochila me golpeó en cada escalón. Al salir a la calle, Clara ya había salido del auto y me miraba con horror.
—Dios mío, Adria —dijo, observando mi montaña de equipaje—. ¿Vamos a acampar o a colonizar Marte? ¿Trajiste el kit de perforación geológica y el invernadero desplegable?
—¡Son cosas necesarias! —protesté, dejando caer la bolsa de lona con un ruido sordo que sonó a frascos chocando—. Repelente para mosquitos, antorchas, un botiquín de primeros auxilios de nivel militar, snacks para evitar el hambre repentina, mi cuaderno de bocetos, una linterna por si se va la luz, otra linterna por si la primera se va la luz, mi almohada ortopédica…
—¿Tu almohada ortopédica? —preguntó Clara, con un tono de voz que indicaba que estaba tomando nota mental para futuras sesiones de terapia—. ¿En serio?
—¡Tengo una vértebra cervical sensible! —me defendí—. Y el aire de la montaña es traicionero.
Clara suspiró, abriendo el maletero con elegancia. Era espacioso, ordenado y olía a limpio. —Vale.Mete tus… cosas. Pero con cuidado. Si algo derrama líquido, mancha o huele raro, lo juro, te dejo aquí.
Empecé a embutir mis pertenencias, tratando de no alterar el orden celestial del maletero. Justo cuando cerraba la puerta, llegó Adrián.
Mi corazón dio un pequeño vuelco. Llegaba con una mochila hiking grande pero perfectamente ajustada, una bolsa de herramientas compacta (por supuesto) y una nevera portátil de tamaño mediano. Iba vestido con ropa cómoda pero impecable: unos jeans oscuros, una camiseta técnica y una chaqueta ligera. Parecía un modelo de catálogo de outdoor, no alguien que iba a luchar contra mis excesos.
—Hola —dijo, con una sonrisa tímida que no llegaba a sus ojos.
—¡Adrián-ánimo! —exclamé, demasiado efusiva, tratando de cubrir el último momento de tensión—. ¡Llegaste! ¡Y traes cosas normales! ¡Bien por ti!
Clara lo saludó con un movimiento de cabeza. —Al menos uno viene preparado,no como para una evacuación nuclear. Mete tus cosas, Adrián. Hay que hacer espacio para el arsenal de supervivencia de la reina del caos.
Adrián sonrió, una sonrisa más genuina esta vez, y colocó su equipo en el maletero con una eficiencia que me dejó boquiabierta. Todo encajó a la perfección, dejando incluso espacio para mis bolsas restantes.
—¿Qué hay en la nevera? —pregunté, curiosa.
—Bacon —dijo él, simplemente—. El bueno. Y café para la cafetera de pistón. Y algunas cervezas.
—¡Mi héroe! —suspiré, dramáticamente—. Clara, ¿ves? ¡Él sí piensa en lo importante!
—Yo pensé en llegar sanos y salvos —murmuró Clara, ajustando sus gafas de sol—. Pero sí, el bacon es un punto a favor. Subid. Vamos a por esa cabaña antes de que anochezca.
El viaje fue… eventful. Yo me senté delante, con el mapa abierto en mis piernas (era una hoja de ruta impresa, porque "confiar ciegamente en el GPS embrutece el sentido de la orientación", según yo).
—¡Gira aquí! —grité, señalando un desvío repentino.
Clara frenó en seco, haciendo chirriar los neumáticos del preciado Audi. —¡Adria!¡Ese es un camino de tierra! ¡Dice "Propiedad Privada"!
—¡Pero es un atajo! ¡Lo veo en el mapa! ¡La línea es más gruesa!
—¡La línea es más gruesa porque alguien la repasó con un rotulador! —rugió Clara—. ¡Eso no la convierte en una autopista!
Desde el asiento trasero, Adrián intervino con calma. —El GPS sugiere seguir recto dos kilómetros más y luego girar a la izquierda.
—¡El GPS quiere que demos la vuelta al mundo! —protesté—. ¡Yo confío en mi instinto!
—Tu instinto nos hizo terminar en un aparcamiento de camiones la última vez —recordó Clara, con voz glacial.
—¡Fue una experiencia cultural! —repliqué—. ¡Y compramos unos calcetines maravillosos!
Finalmente, y tras un debate acalorado, seguimos las instrucciones de Adrián. El paisaje urbano comenzó a dar paso a colinas verdes y el aire se volvió más limpio. Yo, en un arrebato de alegría, puse mi playlist de "Road Trip" a todo volumen. Bowie, Queen, unos ritmos latinos que hicieron que Clara se quejara de que el volante vibraba demasiado.
En un momento de particular éxtasis durante "Bohemian Rhapsody", me giré hacia el asiento trasero. —¡Adrián,canta conmigo! ¡MAMAAAAA, JUST KILLED A MAN…!
Adrián, que estaba mirando el paisaje por la ventana, se sobresaltó. Me miró con una expresión entre divertida y avergonzada, pero un lado de su boca se curvó hacia arriba. Negó con la cabeza, riendo entre dientes.
—¡No! —gritó Clara, tapándose un oído—. ¡Prohíbo el karaoke móvil! ¡Estoy conduciendo un vehículo de alta gama, no una furgoneta hippie!
—¡Aguafiestas! —canté, pero bajé un poco el volumen.
Paramos en una gasolinera para repostar y comprar agua. Clara se dedicó a limpiar el parabrisas con un primor obsesivo. Yo me fui directa a la tienda y volví con tres helados de chocolate, una bolsa de patatas fritas de tamaño familiar y un par de gafas de sol con forma de estrella que compré en el último minuto.