Setenta y Tres Intentos

Capítulo 13: Mapaches, Pancakes y una Cabaña en Estado de Sitio

La mañana del domingo llegó con un silencio espeso y húmedo, roto solo por el goteo persistente de la lluvia en los canalones y los ronquidos suaves de Clara desde la litera de arriba. Me desperté enrollada como un burrito en el sofá-cama, debajo de una montaña de mantas y con el jersey de Adrián aún puesto. Olía a leña humeda, a tierra mojada y a… ¿a bacon?

Me incorporé, desorientada. El fuego de la chimenea eran ahora brasas rojizas, y desde la pequeña cocina de la cabaña llegaba un susurro prometedor y el aroma celestial del café y el cerdo frito. Adrián estaba ya en pie, de espaldas a mí, moviéndose con su eficiencia silenciosa habitual entre la estufa de gas y la mesa. Había incluso logrado secar parte de nuestra ropa mojada colgándola cerca de la chimenea.

—Buenos días, sleeping beauty —dijo sin volverse, como si tuviera un sensor incorporado para detectar mi estado de conciencia—. El techo aguantó. Y yo también, más o menos.

—¿Qué hora es? —bostecé, estirándome como un gato—. Huele a… a paraíso.

—Las siete y media —respondió, volteando un pancake con una precisión envidiable—. Y sí, es el paraíso. O la versión del paraíso con bacon, al menos.

—¿Siete y media? —gimió una voz desde la litera—. Adrián, te desterraré a la dimensión de los muebles de IKEA sin instrucciones por este crimen matutino.

Clara asomó la cabeza por encima del borde de la litera, con el pelo perfecto inexplicablemente aún perfecto, pero con una expresión de sonámbula homicida. —El sol ni siquiera ha pensado en salir.¿Estás haciendo pancakes o practicando para un concurso de ruidos molestos?

—Es el sonido de la hospitalidad, Clara —dije, levantándome y yendo hacia la cocina como una zombie guiada por el olfato—. Y del amor. Amor por nosotros. Y por el bacon.

Adrián sirvió un pancake perfectamente dorado en un plato y me lo ofreció con una sonrisa. —Prueba.A ver si están bien.

Cogí un trozo con los dedos, soplando para enfriarlo, y me lo metí en la boca. Estaba esponjoso, dulce y perfecto. —¡Es increíble!—dije, con la boca llena—. ¿Cómo haces para que queden tan redondos? Los míos siempre parecen continentes abstractos.

—Practicando —dijo él, encogiéndose de hombros—. Y no dejar que Adria se acerque a la harina.

—¡Es verdad! —admití—. Una vez intenté hacer pancakes y terminé llamando a bomberos porque pensé que la harina era inflamable. Spoiler: no lo es.

Clara bajó de la litera con la dignidad de una reina bajando de su carruaje, envuelta en una bata de seda que parecía absurdamente fuera de lugar en la cabaña. —Necesito café.Cantidades industriales. Antes de que la alegría matutina de estos dos me haga cometer un crimen.

Mientras desayunábamos—pancakes perfectos, bacon crujiente, café revividor—la lluvia amainó hasta convertirse en una fina llovizna. Un rayo de sol se coló por entre las nubes, iluminando el claro enfrente de la cabaña.

—¡Mirad! —señalé con el tenedor—. ¡El sol! Es una señal. Tenemos que salir a explorar.

Clara miró por la ventana con escepticismo. —Lo que veo es barro.Mucho barro. Barro que arruinará mis botas de trekking de edición limitada.

—¡Son botas! ¡Están hechas para eso! —protesté—. ¡Vamos! ¡Podemos buscar huellas de animales! ¡O setas! ¡O… el auto de Clara!

Eso la alertó. —¿Qué le pasa a mi auto?

—Nada —dijo Adrián, secándose las manos—. Pero deberíamos comprobarlo. La tormenta pudo haber dejado ramas o… otras cosas.

Salimos, con Clara liderando la expedición con la determinación de una general que va a inspeccionar el campo de batalla. El aire olía a limpio, a tierra mojada y a vida. Todo brillaba con millones de gotas de agua. Era glorioso.

Hasta que llegamos al auto.

—¡NO! —gritó Clara, deteniéndose en seco.

El precioso Audi gris perla estaba… decorado. Durante la noche, un ejército de mapaches (o uno muy motivado) había pasado por encima del capó y las puertas, dejando un rastro de huellas embarradas perfectamente definidas. Parecía un extraño mapa topográfico de las andanzas nocturnas de un bandido con antifaz.

—¡MIRAD! —exclamé, con admiración—. ¡Es arte! ¡Una instalación natural! "La marcha de los mapaches bajo la luna lluviosa". ¡Es precioso!

Clara me miró con una expresión que podría haber derretido el hielo. —Precioso.¿Llamas precioso a esto? ¡Es un vandalismo mustélido! ¡Mi padre me va a desheredar!

Adrián se acercó al auto, estudiando las huellas con interés científico. —Son bastante grandes.Debía estar bien alimentado. Y parece que… sí, subió al techo. —Señaló unas marcas en el techo—. Y luego se deslizó por el parabrisas. Para… jugar, supongo.

—¡JUGAR! —Clara parecía a punto de sufrir un aneurisma—. ¡Esa bestia ha jugado a ser Picasso con el barro en el auto de mi padre! ¡Necesito una manguera! ¡Y un abogado! ¿Puedo demandar a un mapache?

—Probablemente no —dijo Adrián, con calma—. Pero puedo ayudarte a limpiarlo. Traje un kit de lavado.

—¿Un kit de lavado? —pregunté, asombrada—. ¿En la mochila de camping?

—Siempre preparado —dijo él, encogiéndose de hombros—. Nunca se sabe.

Mientras Adrián y Clara se dedicaban a la meticulosa tarea de devolver el Audi a su estado de gloria libre de mapaches, yo decidí ser útil de otra manera: recolectando piñas para encender la chimenea más tarde. O eso me dije a mí misma. En realidad, solo quería explorar.

Vagando por el borde del claro, encontré un sendero que se adentraba en el bosque. La luz filtrada por las ramas goteaba como oro líquido sobre el suelo cubierto de hojas. Era mágico. Tan mágico que, distraída mirando un pájaro carpintero, no vi la rama baja hasta que fue demasiado tarde.

—¡AY! —Choqué con ella de frente, con un sonido sordo que hizo que el pájaro carpintero dejara de martillear y me mirara con reproche—. ¡Maldita sea!

Me tambaleé hacia atrás, tocándome la frente. No sangraba, pero iba a tener un chichón monumental. Genial.



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Editado: 16.09.2025

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