Adria
El olor a pizza barata y queso gratinado llenó mi minúsculo apartamento, un aroma que gritaba "domingo de pereza absoluta" más elocuentemente que cualquier palabras. Yo, envuelta en una manta y con el pelo recogido en un moño desastroso, me sentía como una versión hecha puré de la arquitecta aventurera de la cabaña. Pero una versión feliz.
Adrián estaba en mi pequeña cocina, repartiendo porciones en platos de cartón con la eficiencia tranquila que lo caracterizaba. Había llegado puntual a las ocho, con una caja de pizza grande y una botella de vino tinto decente bajo el brazo, como si supiera que mi "nevera" consistía en un bote de aceitunas y una lata de refresco medio vacía.
—No sé cómo te las arreglas —dije, hundiéndome un poco más en el sofá—. Llegas aquí directamente de… un viaje agotador. Y aun así pareces… normal. No como yo, que parezco un yeti después de un fin de semana campestre.
Él sonrió, trayendo los platos y dejándolos sobre la mesa de centro, que estaba llena de mis bocetos del proyecto Nexo. —Tu yeti interior es muy acogedor—dijo, sirviendo el vino en dos vasos que, para variar, no estaban emparejados.—Y no estoy cansado estar en tu departamento es... Es relajante.Y si ni hubiera ido a ese viaje hubiera planeado la semana y no dormir como tú.
—Aburridísimo —declare, cogiendo una porción de pizza.— Deberías probar el desorden alguna vez. Libera el espíritu.
—Con verte a ti me basta —respondió, y fue una frase tan sencilla, tan natural, que ni siquiera la registró como algo especial. Para él, era una verdad obvia. Como decir que el cielo es azul.
Comimos en silencio un rato, viendo una comedia absurda en la televisión con el volumen bajo. Era cómodo. Siempre era cómodo con Adrián. No necesitábamos llenar cada espacio con palabras. Él recogió nuestros platos sin que yo tuviera que pedirlo, limpió migajas que yo ni siquiera había visto, y volvió al sofá con la botella de vino para llenar nuestros vasos.
El alcohol, el calor de la calefacción y la comodidad de su presencia fueron relajándome, soltándome la lengua. Le miré de reojo mientras reía de un chiste tonto de la tele. Su perfil estaba iluminado por la tenue luz de la lámpara. Siempre había sido guapo, de una manera sólida y confiable. No era esa belleza llamativa , sino con algo más… permanente. Como una montaña. Siempre ahí.
—Oye —dije, la pregunta formándose en mi boca antes de que mi cerebro pudiera censurarla.— ¿Nunca te ha interesado una mujer?
La pregunta sonó más brusca de lo que pretendía, cayendo en el cómodo silencio como una piedra en un estanque tranquilo.
Adrián se quedó completamente quieto por una fracción de segundo. No se ahogó, no tosió. Solo… se congeló. Luego, bebió un sorbo lento de vino antes de responder, sin mirarme. —¿A qué te refieres?—preguntó, su voz cuidadosamente neutral.
—No sé —me encogí de hombros, intentando que sonara casual, como si habláramos del tiempo.—Simplemente… nunca te he visto con nadie. Nunca me hablas de citas, de… de gustarle a alguien. Clara y yo hemos tenido nuestros… desastres románticos. Pero tú… nada. Es como si fueras inmune. —Me incliné un poco, curiosidad genuina mezclada con el vino.—¿Nunca ha habido alguien? ¿Ni siquiera un flechazo tonto en el instituto?
Él siguió mirando la televisión, pero su atención estaba claramente a kilómetros de distancia. Su mandíbula estaba un poco tensa. —Claro que ha habido alguien—dijo al final, y su voz era suave, pero con un filo que no lograba identificar.—Uno no elige de quién se enamora, Adria.
La palabra "enamora" flotó en el aire entre nosotros, pesada y significativa. Mi corazón dio un pequeño vuelco. Enamorarse. No era lo mismo que "interesarse". Era mucho más grande.
—¿Enamorarse? —pregunté, mi voz un susurro.— ¿De verdad? ¿De quién? ¿Cuándo? ¿Por qué nunca me lo contaste?
Finalmente, se giró para mirarme. Sus ojos, usualmente tan serenos, helaban una intensidad que me dejó sin aliento. Era una mezcla de dolor, paciencia y una ironía profunda y triste. —Por muchas razones—dijo simplemente.— Principalmente, porque no habría servido de nada.
—¡Claro que serviría! —protesté, sintiendo una inexplicable punzada de… ¿celos? ¿Por qué?. Tal vez porque nunca lo había oído hablar de una mujer.—¡Yo soy tu mejor amiga! ¡Te hubiera ayudado! ¡Hubiera… hubiera sido tu alcahueta! ¡Le hubiera dicho lo increíble que eres!
Una sonrisa triste se dibujó en sus labios. —Eso…eso es justamente lo que no habría funcionado.
—¿Por qué no? —insistí, completamente perdida.— ¡Si es una idiota si no te quiere! ¡Eres perfecto! ¡Cocinas, arreglas cosas, eres divertido, eres leal…!
—Adria —cortó él, y su tono era tan final, tan cargado de una emoción no dicha, que me callé de golpe.—Déjalo. Por favor. No es… no es algo de lo que pueda hablar.
Nos miramos. La comedia de la televisión seguía sonando, una risa enlatada que sonaba grotescamente fuera de lugar. Yo podía ver la muralla bajando detrás de sus ojos, la puerta cerrándose. Había tocado un nervio. Uno muy, muy profundo.
—Lo siento —murmuré, sintiéndome repentinamente avergonzada.— No quería… entrometerme.
—No pasa nada —dijo, pero su voz sonaba distante. Se levantó.—Debería irme. Mañana tengo que… levantarme temprano.
—¿Ya? —pregunté, sintiendo un inexplicable pánico a que se fuera así, con esta tensión extraña entre nosotros.—Pero… queda vino.
—Tú tómatelo —dijo, recogiendo su chaqueta.—Descansa, Adria. Que… que duermas bien.
Se dirigió a la puerta. Yo me quedé sentada en el sofá, con el vaso de vino a medio beber, sintiendo que acababa de arruinar algo perfecto sin siquiera entender cómo o por qué.
—Adrián —llamé, justo cuando abría la puerta.
Él se detuvo, pero no se volvió del todo. —¿Sí?
—¿Ella… ella lo sabe? —pregunté, la voz temblorosa.— La chica de la que… estás enamorado. ¿Lo sabe?
Él se quedó inmóvil un momento. Luego, finalmente, se volvió. Su expresión era inescrutable, un mosaico de sombras y luz tenue. —No—dijo, y su voz era un hilo de voz, cargado de una tristeza que me atravesó el almam—No lo sabe. O… no lo quiere saber. A veces… es lo mismo.