Adria
La caminata de regreso a mi apartamento fue un torbellino. Cada recuerdo, cada momento compartido con Adrián, se repintaba con los colores crudos de esta nueva y aterradora posibilidad. El día que pasó horas ayudándome a montar los muebles de IKEA, no era solo amabilidad. La vez que me trajo sopa cuando estaba enferma y se quedó viendo películas tontas conmigo, no era solo lealtad. El modo en que siempre sabía cómo tomaba el café, o que guardaba mi salsa picante favorita en su despensa "por si acaso"... no eran detalles de amistad.
Eran actos de amor.
Llegué a mi apartamento y cerré la puerta tras de mí, apoyando la espalda en la madera como si pudiera contener la avalancha de emociones que me embargaba. El silencio del lugar era ensordecedor. Miré a mi alrededor, al caos creativo que siempre había definido mi espacio, y por primera vez lo vi a través de lo que podrían ser sus ojos. ¿Veía él el desorden como algo encantador? ¿O como una metáfora de mi incapacidad para ver lo que tenía delante?
—No puede ser —murmuré para mí misma, caminando hacia la cocina con la esperanza de que un vaso de agua aclarara mis ideas.— Sería... demasiado.
Pero cuanto más lo negaba, más sentido tenía. Su reacción cuando le pregunté por el amor. Su "no lo sabe, o no lo quiere saber". Su mirada llena de una paciencia que ahora me parecía sobrehumana. Todo encajaba en un rompecabezas tan perfecto que me hacía sentir como la persona más ingenua del planeta.
¿Y qué sentía yo? Esa era la pregunta que hacía temblar mis manos. Lo quería, eso no tenía discusión. Era mi persona, mi roca, mi Adrián-ánimo. La idea de perderlo me aterraba más que cualquier otra cosa. Pero... ¿amor? ¿El tipo de amor del que él hablaba? El que hacía que te arriesgaras a todo, que te volviera vulnerable, que cambiara para siempre la dinámica perfecta y segura que teníamos?
No lo sabía. Y el no saberlo era casi tan aterrador como la propia revelación.
Sonó mi teléfono. Era un mensaje de Adrián.
Adrián: Oye, ¿llegaste bien a casa? Te vi un poco... distraída cuando saliste de donde Clara.
Mi corazón dio un vuelco. Incluso ahora, estaba pendiente. Siempre pendiente.
Yo: Sí, sí. Todo bien. Solo... mucho en la cabeza con el proyecto.
Adrián: Ah. Bueno, si necesitas ayuda con algo, ya sabes.
Yo: Lo sé. Gracias.
Dejé el teléfono sobre la encimera. Esas conversaciones triviales ahora tenían un subtexto agobiante. ¿Estaba yo, sin querer, siendo cruel? ¿Alimentando una esperanza que nunca tenía intención de cumplir? ¿O era él el que se estaba guardando esto, cargando con un peso que no me correspondía llevar?
La culpa se mezcló con la confusión. Si era cierto, yo era la arquitecta de su dolor. Yo, con mis bromas, mis desastres, mi ceguera voluntaria. Le había hecho pasar por esto durante años, felizmente inconsciente en mi burbuja de amistad.
Esa noche no pude dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro. Su sonrisa tranquila, que ahora me parecía una máscara. Sus ojos, que quizás escondían un océano de sentimientos que yo me negaba a ver. La comodidad que siempre había encontrado en su presencia fue reemplazada por una picazón bajo la piel, una incomodidad constante.
Al día siguiente, lo evité. Cuando fue a mi casa inventé una excusa para salir, le dije que ya tenía planes con Leo .Mentiras torpes y transparentes, pero no podía enfrentarme a él. No todavía. No hasta que supiera qué demonios sentía yo.
Leo, por supuesto, notó mi comportamiento extraño.
—¿Hay problemas entre tú y tu mejor amigo? —preguntó durante la cena, con genuina curiosidad.
—No —dije, demasiado rápido.—¿Por qué lo dices?
—Porque normalmente es como tu sombra, y hoy parece que tienes repelente para Adrián —dijo con una sonrisa— ¿Ha hecho algo?
—No —susurré, mirando mi ensalada.— No ha hecho nada. Ese es el problema.
Leo no entendió, pero asintió igual. No podía explicarle que el problema era que, probablemente, mi mejor amigo estaba enamorado de mí, y que yo era tan cobarde que prefería huir que enfrentar la verdad y arriesgarme a destrozar la relación más importante de mi vida.
La verdad ya no era una semilla. Era un árbol enorme cuyas raíces se enredaban en cada aspecto de mi existencia, y sus ramas, cargadas de preguntas sin respuesta, se cernían sobre mí, amenazando con aplastarme. Sabía que no podía evitarlo por mucho tiempo. Tarde o temprano, tendría que mirarlo a los ojos y decidir si lo que veía en ellos era el reflejo de mi mayor miedo o de mi mayor oportunidad.